Castilla la común, 7

 


 

 No me imagino a ningún ciudadano de Majadahonda, población del oeste de Madrid, sintiéndose ofendido por las palabras que dice un personaje del Quijote sobre el buen uso de la lengua:
El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majadahonda.
Con lo que viene a querer decirnos Cervantes que habla bien quien piensa bien y es bien educado... aunque sea un paleto de Majadahonda.
Unas líneas antes, este mismo personaje —un estudiante, bachiller o licenciado— apunta maneras de sociolingüista al observar que no hablan tan correctamente los que se crían en las Tenerías y Zocodover, barrios de mala fama del Toledo de la época, como los que pasean por el barrio de la catedral, aunque todos sean de la misma ciudad, patria del buen castellano.
Harían ciertamente el ridículo los majariegos, gentilicio de Majadahonda, que se consideraran agraviados por las palabras de Cervantes. Majadahonda es un municipio de más de 70.000 habitantes, situado en un territorio de economía ganadera y agrícola hasta hace pocas décadas, como manifiesta a las claras el topónimo, pero integrado actualmente en el área metropolitana de Madrid, por lo cual es improbable que nadie allí perciba la alusión  indirecta a la naturaleza rústica de los lugareños como un insulto a la Majadahonda de hoy; lo contrario sería suponer que existe una Majadahonda esencial e inmutable sobre la que no pasa la historia. Contextualizadas históricamente, las palabras del licenciado remiten al pasado campesino de Majadahonda, cuyo patrimonio cultural corresponde conocer y preservar a los majariegos actuales; entre quienes, por cierto, se escuchan todas las variedades del castellano y numerosos idiomas del mundo, lo que admiraría al autor del Quijote. Pocos rústicos encontraría este en las afueras de Madrid si pudiera viajar en el tiempo; pero si no en Majadahonda, seguro que cualquier colectivo en cualquier parte podría echarle en cara agravios anacrónicos de índole diversa. Y ahí es adonde vamos a parar: que esto es un absurdo y una ridiculez, pues no solo las obras literarias son productos históricos, sino que también lo somos los lectores y las lecturas que hacemos de esas obras.


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