Ser comprensivos

 


 Son apenas adolescentes, están en la edad de la rabia y la provocación, cabreados con el mundo. A nosotros, los profesores, nos fastidian con su indolencia, nos humillan con su desprecio, revientan las clases. Les aburrimos, no les entendemos, somos incapaces de motivarlos, encastillados cada uno en nuestras asignaturas imprescindibles, en las que objetivamente todo es prescindible menos la nota final, cuyos decimales abren y cierran las puertas que llevan al futuro: es nuestro superpoder de profesores.


Por eso, cuando en la clase de Literatura les contamos que Lorca murió fusilado, hacemos que no oímos al chico que exclama: “¡Algo haría!” Ni exigimos una sanción fulminante para el que, enterado de la homosexualidad del poeta, interrumpe la lección gritando: “O sea, que era maricón”.


Nos indignan, desde luego, tales manifestaciones de desfachatez, pero si lo que quieren es sacarnos de quicio, no lo conseguirán. Todo lo más, improvisaremos unas conmovedoras palabras sobre la dignidad humana en tono bondadoso y educativo. Durante diez minutos, nadie tomará apuntes de Literatura ni prestará atención, pues las palabras bonitas no entran en el examen.


En situaciones como la descrita se manifiesta que actuamos con paciencia, somos comprensivos y tolerantes, no irascibles. Solo nos queda un motivo de amargura: si al menos pudiéramos ponerles un cero a los padres, sancionarlos, denunciarlos a los servicio sociales, gritarles a la cara lo que no hemos gritado a sus hijos...




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