Castilla la común, 12

 


 

 España vaciada, en vez de vacía como la llamó Sergio del Molino, presupone lo que en gramática se denomina un complemento agente. ¿Vaciada por quién? Por alguien que no se nombra pero que está ahí, perpetrador de una acción que se sobrentiende ominosa. Quienes prefieren el participio “vaciada” al adjetivo “vacía” recalcan la acción o el proceso (vaciar) y no se conforman con la mera expresión de una propiedad. Sea como fuere, vacía o vaciada nos remiten de inmediato al antónimo “llena”, que sería el término contrario aplicable a la otra España, la que vacía de población al sujeto paciente. Estamos así ante una nueva y falaz redición del tópico de las dos Españas. Como si los conflictos entre territorios fueran pocos, se añade esta división basada en criterios aparentemente solo demográficos. Digo aparentemente porque lo cierto es que en cada una de las dos Españas se inscriben comunidades autónomas enteras sin consideración de su propia diversidad. No se puede incluir, por cierto, a todo Aragón en el pack de la España vaciada sin excluir la dinámica área metropolitana de Zaragoza ni homologar la España vaciada con la España interior cuando la ciudad más grande del país está en el legendario yermo de la meseta sur. La partición tampoco atiende a fundamentos económicos: dentro de Castilla y León, la provincia de Burgos tiene un PIB per cápita de los más altos de España mientras que Zamora se sitúa más bien hacia la cola; y el nivel de riqueza de Burgos, en la España interior, es muy superior al de Málaga, provincia más poblada y situada en el arco mediterráneo. No solo en cada comunidad autónoma sino en cada provincia están la España llena y la España vaciada: entre la Sierra Norte madrileña y el municipio de Madrid hay una abismo demográfico, y al menos en este parámetro Madrid se parece más a Barcelona que a las zonas rurales de su misma provincia. Para colmo, de manera un tanto estereotipada, la España vaciada se identifica con territorios borrosamente míticos: la Laponia ibérica, la Siberia extremeña, la Meseta, la España interior o profunda...


El mito de la España vacía o vaciada encubre líneas de fractura económica, social y política más complejas. Pone el foco en el imaginario geográfico y se complace en cierto determinismo ambiental. El relato nos presenta a una Soria o un Teruel asolados por fríos más heladores que los de Finlandia: país, sin embargo, envidiable por su índice de desarrollo humano; una Asturias más agreste que los Alpes de Suiza, en donde a pesar de las montañas abundan las fábricas de relojes; una Galicia más periférica que Islandia, la tierra de hielo que en los confines del Ártico ostenta un excelente nivel de vida. Surgen agrupaciones políticas locales que niegan ser de derechas o de izquierdas y pretenden defender transversalmente sus territorios, como si esta defensa pudiera llevarse a cabo sin adoptar medidas económicas de derechas o de izquierdas. Al distraer la atención hacia el conflicto entre territorios, el mito de la España vaciada elude la crítica al sistema económico, que despuebla las áreas rurales pero también desertifica los polígonos industriales, hace invivibles las ciudades, desmantela los servicios públicos y vacía, en suma, los bolsillos de los ciudadanos. Y esta España vaciada, esquilmada, expoliada, desahuciada o como quiera decirse, se halla en Bilbao igual que en Teruel y no es un páramo en el que aúllan los lobos a la luz de la luna. He aquí las verdaderas dos Españas: la de la mayoría explotada y la oligarquía explotadora. Dividir a la mayoría, azuzando a los pueblos contra las ciudades, al interior contra la costa y a unas comunidades contra otras, es una política nefasta que beneficia a la clase explotadora.



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