Castilla la común, 14

 


 

 Si uno no para de dar la vara con el tema de Castilla, machacando una y otra vez con sus historias, agravios, costumbres ancestrales y símbolos es normal que la gente se harte y acabe aborreciendo lo que se pretendía que conociera y amase. Así que déjate ya de tanta Castilla, tío, que vas a gastarle el nombre. A partir de ahora la llamarás Nada. Entonces podrás gritar impunemente “¡Viva Nada!” Su bandera, la del país fantasma, una sábana blanca de esas que colgadas en los tendederos se ponen a secar al sol.


Cuando éramos adolescentes, en el tiempo de la Transición, y todo el mundo salía en defensa de su nacionalidad histórica, mi familia, de un pueblo castellano, nos enfriaba el entusiasmo nacionalista poniéndonos en guardia contra la malicia intrínseca de nuestros paisanos.
—El castellano-castellano —nos aleccionaban— es mala persona: envidioso y ruin.
El castellano-castellano o castellano al cuadrado era para mis mayores la mujer u hombre del pueblo en su naturaleza bruta, todo lo contrario del mito del buen salvaje; y todo lo contrario del habitante de Madrid, la ciudad donde vivíamos, que por supuesto no era castellano-castellano sino otra cosa. Para demostrar la verdad de su tesis, nos ponían ejemplos de personas que conocíamos en el pueblo: padres violentos con sus hijos, mujeres chismosas, vagos alcoholizados…
Por eso yo no llevaba el alfiler con los colores de Castilla prendido en el jersey y envidiaba a los que presumían de ikurriña o senyera.



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