Castilla la común, 17

 


 

Paso las vacaciones de Navidad en un pueblo de las montañas del norte. A eso de las seis, no hay nadie afuera. El valle es cerrado y oscurece pronto. Hace frío.
Arrimado a una buena lumbre, en casa, leo una novela de Almudena Grandes, que alterno con poemas del ruso Maiakovski y un manual universitario de latín vulgar.
Desde la ventana, veo a los cazadores que llegan del monte en sus todoterrenos y se dirigen al bar para celebrar el éxito de la jornada. En un remolque hay tres jabalíes muertos, que dejan un rastro de sangre en la carretera. La sangre colorea la nieve sucia. Los perros aúllan fatigados.
Ciertamente no soy la clase de persona idónea para hablar de la vida en los pueblos. Sé que alguien me dirá: Lector, a tus libros. No compartiste la copa y el puro con los cazadores, e ignoras la camaradería de los hombres que van armados y vocean blasfemias cuando fallan el tiro. Todo lo que sabes de Castilla es literatura. No eres de los nuestros. No nos representas.
 

 

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