Castilla la común, 18

 


 

 Quienes hablan de la tranquilidad y la vida saludable en los pueblos no conocen los pueblos. Me dice un padre desesperado:
—Yo, para pasar las noches en vela, preocupado porque mi hijo sufra un accidente, prefiero quedarme en Madrid.
Cabe destacar que a su hijo adolescente le importan un bledo el aire puro y el monte, los senderos del campo, el rumor de los arroyos y el canto de los pájaros o de cualquier otro bicho silvestre. Se levanta a la hora de comer, a mesa puesta, porque se ha acostado a las siete de la mañana. Para recuperar el sueño atrasado se echa una siesta después de la comida y si se espabila a tiempo, dedica un par de horas a la consola, encerrado en su habitación, hasta que se hace de noche y sale de nuevo a emborracharse hasta que amanezca. Como cada día hay fiesta en un pueblo distinto, los amigos se desplazan en coche. Casi todos los jóvenes del valle han tenido la experiencia de un accidente de tráfico.
—Da lo mismo que vayamos a la montaña o la playa —se lamenta el padre desesperado—. ¡Donde esté la ciudad, con sus autobuses y trenes urbanos, que se quiten los pueblos!
El buen hombre dejó de venir al pueblo. La contaminación ya no le parecía una cosa tan mala. Le cogió gusto a las aglomeraciones. No se perdía un estreno en el cine. Su hijo se metió en una banda que se divertía pegando palizas a los mendigos. Lo detuvo la policía y lo encerraron en el calabozo.

 

 

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