Castilla la común, 21

 


 

 Un hombre joven que pastorea un rebaño de alrededor de una docena de ovejas en las afueras del pueblo, acompañado por cuatro mastines, se detiene a hablar con nosotros: primero de los mastines, que nos habían hecho temer por nuestras vidas, pero cuya nobleza ensalza el dueño; y luego de los lobos, que es el tema favorito de los ganaderos de la montaña desde que el gobierno “social-comunista” prohibió su caza en todo el territorio español.
Tras tranquilizarnos en lo tocante a nuestra integridad física, tranquilizando a los gigantescos perros, el hombre nos informa de que él se dedica a la construcción y que las ovejas son un entretenimiento y un complemento de la economía doméstica. No las ordeña. Ha visto en un documental de La 2 el parque Yellowstone —u otro lugar de Canadá o allá arriba, no está seguro— y se ha enterado de que las medidas proteccionistas provocaron un aumento excesivo de la población de lobos, que se han convertido en una plaga.
—Lo mismo que pasa aquí — concluye su documentado razonamiento, extrapolando el desbarajuste ecológico de las Montañas Rocosas a la Montaña de León.
Nosotros le damos la razón, por lo menos mientras tenemos a una de las perras olisqueándonos la entrepierna.
—¡Quita de ahí, babosa!
Las maldades del lobo son infinitas. Aunque no mate a todas las ovejas del rebaño, estas se matan entre sí cuando huyen despavoridas de la bestia y se provoca una estampida. Luego el gobierno paga tarde y mal.
—O no paga —el hombre mitad albañil mitad pastor se subleva ante tamaña injusticia—... ¡Y a tomar por culo!
Él ve clara la solución:
—Que paguen los putos ecologistas.
Parece un buen tipo. Tiene razón en casi todo lo que dice pero se equivoca de enemigo. ¡Que viene el lobo!, grita la prensa del sistema y cunde el pánico. Sin embargo, el lobo más feroz y despiadado no aúlla en el monte, sino que vestido de traje y corbata se sienta en los despachos donde se especula con los precios de la carne y la leche. Es una especie protegida por todos los gobiernos. Todo el país es un parque nacional para que ellos campen a sus anchas. Cuando lanzan un ataque, las ovejas del rebaño huimos espantadas y si no nos devoran sus colmillos, somos capaces de matarnos unas a otras por ahogamiento en la estampida. No hay viejas que cuenten las calamidades de estos lobos al amor de la lumbre porque nadie las escucharía: todos preferimos ver la televisión.

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