Castilla la común, 22

 


 

El libro es una crítica de la banalidad posmoderna, un manifiesto contra la vida apresurada y superficial... y casi un poema. El autor reivindica la calma, elogia el silencio, propone una terapia de paseos y lectura. Ya que no se puede cambiar el mundo —reflexiona en su ensayo— hay que habitarlo de una manera mejor. Como yo lo he leído durante unos días de vacaciones en las montañas del norte de Castilla, me parecía que hablaba de mí. Y eso, claro, siempre agrada al lector... a nada que sea un poco narcisista. 


Desde esta postura de disidencia con el sistema, supongo que el escritor y paseante solitario (¡como yo!) estará a favor de que se regulen las jornadas laborales para que nadie tenga que trabajar diez horas al día y los trabajadores puedan disfrutar de tiempo libre y salir al campo. Supongo que le llevarán todos los demonios si en el momento de la lectura o el paseo tiene que estar pendiente de la lavadora porque es la hora en que las compañías eléctricas nos ponen un poco más barata la electricidad. Todo esto lo supongo porque no dice nada sobre cuestiones tan insustanciales. Como tampoco toca el asunto de la escuela, si bien se sobrentiende su apoyo a una ley educativa que fomente la lectura crítica, y no convierta el aprendizaje en una carrera de obstáculos y una competición en la que unos niños pisan a otros para llegar los primeros a la meta. Y querrá, desde luego, que los niños se diviertan en la calle y no estén condenados a matricularse en clases particulares de inglés desde que les salen los dientes de leche para no quedarse atrás en la lucha por la vida.


Aunque no diga una palabra sobre estos asuntos y, por tanto, no moleste a nadie con sus consejos, no cabe duda de que el escritor es un revolucionario. Solo un revolucionario defiende la vida humilde, denuncia la alienación y reivindica la cultura. A no ser que todo esto lo defienda solo para una aristocracia espiritual de la que él se erige en sumo sacerdote. Entonces no es un revolucionario, es otra cosa.



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