El ascensor

 


 

 En el portal de un edificio de cinco plantas, situado en un barrio de las afueras, un hombre esperaba la llegada del ascensor. Cuando el aparato, procedente del garaje, se detuvo en la planta baja y la puerta se abrió, el hombre entró a toda prisa para no coincidir con una anciana que en ese preciso momento, caminando con una lentitud y torpeza exasperantes, cruzaba el vestíbulo en dirección a donde él se hallaba. Aunque la anciana se tambaleaba, en un denodado esfuerzo final, no alcanzó su objetivo: el hombre pulsó el botón del tercero y ganó así un breve rato de calma durante el cual no tendría que escuchar las tonterías de nadie y podía mirarse tranquilamente en el espejo.


La anciana esperó a que el ascensor descendiera del tercero. Iba a meterse en la cabina cuando vio que se acercaba una madre joven con un carrito de bebé y una bolsa de la compra. Como le pareció imposible, e incluso peligroso, que entraran todos en tropel en tan diminuto espacio, pulsó el botón del segundo y se fue sin respetar las más elementales normas de cortesía.


La madre llamó al ascensor, mascullando maldiciones contra las viejecitas indefensas e inquieta por el escándalo que armaba el bebé, que pedía el pecho de la única manera que sabía. Esa fue la razón por la que no quiso esperar a una chica que entraba de la calle con un perrito  emperifollado de lazos y tirabuzones. Si hubieran subido juntas, corría el riesgo de que al perro le diera por ladrar y  que algún vecino tiquismiquis llamara a la policía para denunciar el alboroto.


La joven del perro tampoco esperó a un adolescente que regresaba de la calle con los cascos en las orejas, una gorra de visera y toda la indumentaria propia de un rapero. Lo conocía de vista: vivía en el cuarto y se pasaba las tardes escuchando freestyle rap a todo volumen.


El rapero no me esperó a mí: sospecho que ni siquiera se había percatado de mi presencia.


Mientras esperaba a que el ascensor bajara del cuarto, vi que venía hacia mí  una vecina a la que todos llamábamos“la actriz”, del quinto derecha. La actriz ha salido en algunos anuncios de televisión —uno de margarina light y otro de champú— y ha protagonizado una película en la que hace de comisaria al borde de un ataque de nervios. Aguardé amablemente en el umbral del ascensor, dispuesto a cederle el paso y a sostener con ella una breve y distendida charla sobre el tiempo, el cine, los viejos que se mueren solos en su apartamento o cualquier bagatela. Me dejó, sin embargo, con la palabra en la boca: sin darme los buenos días, se desvió hacia la escalera y emprendió el ascenso a las alturas subiendo los peldaños de dos en dos. No me lo tomé a mal, tratándose de  una profesional de la imagen que está obligada cuidar su físico. Lo único que le pedía al cielo, en los segundos que duró el trayecto del ascensor, era llegar al quinto antes que ella.



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