Castilla la común, 25

 


 Sentados en la terraza de un bar, charlábamos sobre Castilla y su paisaje. Durante dos semanas había recorrido la tierra de páramos que se extiende al sur de la Montaña Cantábrica. Deslumbrado por la visión de sus campos, bosques de robles, iglesias románicas y peñas agrestes… me hacía lenguas de los encantos del país.
—No me extraña que te guste tanto Castilla —dijo, burlón, mi amigo—. Así cualquiera.


Supuse que se refería envidiosamente a mi tiempo libre, a mis pantalones cortos de turista veraniego o, tal vez, a mi furgoneta de camping con un símbolo de la paz pintado en la carrocería.


Para cambiar de tema, le pregunté por su vida en el pueblo. Me contó que trabajaba en una industria de procesamiento de la carne. Se tiraba ocho horas al día despiezando reses colgadas de un gancho. Estaba fijo, cobraba puntualmente todos los meses y la fábrica le pillaba cerca de casa: tal como están las cosas, se consideraba un privilegiado.


Me pareció ridículo insistir en las loas a Castilla. Era evidente que si alguien elogiaba a Castilla, a mi amigo le daba igual, como si le estuvieran hablando de Marte y los marcianos; si alguien la insultaba, lo mismo. 


Sin embargo, estaba francamente indignado con un ministro del gobierno que había criticado la ganadería industrial. Hasta tal punto había visto amenazado su modo de vida, que acudió a una manifestación de protesta y se enfrentó con la policía antidisturbios. Los guardias cargaron con escudos y defensas; él se lió a porrazos con el palo de la bandera nacional, que llevaba bien alta, inflamado de orgullo patriótico.



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