Castilla la común, 27

 


 Un renombrado explorador polar pasaba las vacaciones de verano en su pueblo del sur. Los veranos eran en aquella tierra muy calurosos. Para salir al monte se levantaba temprano, antes de que hubiera amanecido. Y aun así, cuando volvía del paseo llevaba una nube de moscas  en los ojos y el sol le cegaba. El camino polvoriento subía y bajaba por lomas en las que solo había matorrales, y atravesaba una campiña sembrada de olivos y cultivos de secano. Después de comer se echaba unas siestas tremendas, de las que se levantaba empapado de sudor. La comida en el pueblo era rica porque allí se daban el pan, el aceite y el vino. 


Cuando estaba de expedición en el Polo, a cuarenta grados bajo cero, el explorador no echaba de menos las regiones templadas y el desierto helado le parecía el mejor lugar del mundo. Metido en una tienda de campaña, derritiendo nieve en un hornillo y escuchando el rugido de la ventisca se sentía inmensamente feliz. Y cuando estaba en el bar de su pueblo, a la sombra de un emparrado, bebiendo una cerveza y charlando con los amigos también se sentía en la plenitud de la gloria.


En la Antártida había escalado una montaña que ni siquiera figuraba en los mapas pero a la que él había bautizado con el nombre de su pueblo. El ayuntamiento, orgulloso de esta proyección internacional, concedió una medalla honorífica al explorador y le designó pregonero de la fiesta. En el pregón, este recordó algunos hechos de su infancia. Habló de las lagartijas a las que los niños cortaban el rabo para comprobar si tenía vida propia, y de las misteriosas ruinas de un castillo moro. Se emocionó recordando cómo se había convertido en un renombrado explorador polar.

 

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