Castilla la común, 28

 


Siempre había querido ver un oso en el monte.

Durante cierto tiempo, frecuenté una región montañosa en la que había osos. La gente del país se refiere a los osos en singular. Dicen, por ejemplo, que el oso ha atacado las colmenas de Pepe o que alguien ha visto al oso en la ladera del Cueto: como si solo hubiera un oso o como si todos los osos fueran la misma criatura fantástica. El caso es que aunque yo me pasaba los días yendo de aquí para allá por lo más agreste de la sierra, nunca se me cruzó un oso en el camino. Veía jabalíes, corzos, ciervos, rebecos, raposas e incluso un lobo, pero nunca el fabuloso plantígrado.

Solo una vez descubrí las huellas de un oso en la nieve. Las seguí por un bosque de hayas durante un largo trecho, hundiéndome hasta la cintura y arriesgándome a que se me hiciera de noche en mitad de aquella lejanía. Por supuesto, mis fatigas de rastreador indígena resultaron inútiles. Era imposible que alcanzara a la bestia por una sencilla razón: había leído en un manual de supervivencia que es de vital importancia procurar que el oso te oiga para evitar sorprenderlo de manera brusca, en cuyo caso se asustaría y podría reaccionar agresivamente. De ahí que se recomiende hablar alto, aplaudir o incluso cantar.

Y yo, aplicando al pie de la letra los consejos del manual de supervivencia, seguía el rastro en la nieve, a través del bosque de hayas, cantando y haciendo toda clase de ruidos con el objeto de anunciar mi presencia al oso.

Evidentemente el oso no salió a mi encuentro pero yo me quedé ronco de tanto cantar.
 

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