Compás

 


  La chica ha comprado un compás marca Rotring. La vendedora conoce a su madre y le pregunta por ella.
—Yo odiaba las clases de Plástica —dice—. Si no fuera por tu madre, que me hacía los dibujos, no hubiera aprobado nunca.
A la chica le pone nerviosa que haya otras personas esperando para pagar en la cola y la vendedora se entretenga con ella. Le parece que todo el mundo la mira mal. Pero piensa: ¿Por qué la madre no le hace los dibujos a ella como se los hacía a su amiga? O también: ¿Por qué no tiene ella una amiga que le haga los dibujos?
Mientras se demora escaneando el código de barras del producto, la vendedora recuerda lo bien que se lo pasaban las dos juntas cuando se fugaban del instituto y quedaban en el parque con chicos de la Facultad de Veterinaria.
—Antes teníamos más malicia: las chicas, los jóvenes... Ah, las hacíamos muy gordas —remacha su evocación y se digna, por fin, a atender a otro cliente que solo quiere pagar un bolígrafo y no disimula su mal genio.


La chica se va con su estuche de compás y recambios a la calle. Su madre la ha mandado a comprar el compás porque recibió un aviso de la profesora de Dibujo en el que le decía: “No trae nunca el material de trabajo a clase”. Hoy, además, la chica faltó a sexta hora (13.35-14-25) a la clase de Dibujo. Cada vez que alguien falta a clase, la profesora registra el dato en la aplicación y la familia recibe instantáneamente un aviso en el teléfono móvil.
La madre recibió el aviso cuando estaba en la cola del paro, en la oficina del SEPE.
 Castigó a la chica sin teléfono móvil durante una semana. Luego comieron las dos solas, sin hablarse. Había lentejas y a la chica no le gustaban las lentejas.


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