Alfa

 


 Un asesor de productos financieros se levantó, cierto día, hecho polvo y pensó que le vendría bien leer algo bonito para levantar el ánimo. Por desgracia, poseía una biblioteca bastante pobretona, pues la mayoría de los ejemplares que la componían eran tratados profesionales o  libros de texto de la etapa escolar: por eso estaban allí las Rimas de Bécquer, cuyas golondrinas nunca fallan en episodios de depresión melancólica. El azar quiso, sin embargo, que eligiera una gramática griega. Era el manual con el que se había pasado horas y horas estudiando las declinaciones y la conjugación de los verbos en el bachillerato. Lo abrió por el principio y leyó las letras del alfabeto: alfa, beta, gamma, delta, épsilon... Le parecieron tan hermosas que se emocionó. Le evocaban… qué sé yo. Le entraron unas ganas enormes de estar en Grecia, sentado en la terraza de una taberna de pescadores con una mujer morena, en una isla repleta de ruinas clásicas y olivos. Pero desechó enseguida estas ensoñaciones por absurdas. Realmente, si el libro le había conmovido de tal modo, era porque suscitaba en él  unas ganas enormes de volver a ser el adolescente pasmado, con la cara maltrecha por el acné, que odiaba a su profesora de griego y nunca aprobaba los exámenes.



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