Castilla la común, 30


 

En la plaza del pueblo tocaba un grupo de música tradicional. Interpretaban canciones que todo el mundo había cantado alguna vez en celebraciones familiares, cuando trabajaban en el campo o cuando iban de fiesta. Las habían aprendido de sus madres y abuelas, y así había sido siempre desde tiempos inmemoriales, generación tras generación.

A las mujeres más bailongas se les iban los pies tras la alegre tonada mientras otras marcaban el ritmo con las palmas de las manos. Una madre marroquí y sus dos hijos pequeños se sumaron al jolgorio, que les recordaba los de su tierra añorada. Como uno de los dulzaineros era búlgaro, todos los búlgaros allí presentes lo aplaudían a rabiar. Había también una pareja de turistas norteamericanos muy interesados en el tema del folklore: eran profesores de Antropología en una prestigiosa universidad de la Costa Este.


Al acabar la función, el director del grupo dijo unas palabras. Divagó sobre nuestra música tradicional y nuestra identidad colectiva. Habló de nuestros antepasados y de nuestra madre tierra. De nosotros y lo nuestro, distintos de los demás. De nuestras raíces. Se las apañó para mentar por lo menos tres veces el adjetivo “ancestral”.


Entonces se rompió el encanto. La música dejó de ser de todos, los cantos populares se convirtieron en himnos nacionales y la cultura propia en una alambrada de espino.


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