En la cumbre

 

El protocolo de todas las montañeras y montañeros que llegan a la cumbre es el mismo. La explicación radica en que las cumbres son espacios reducidos, de firme irregular y con condiciones climáticas adversas. Para evitar enfriamientos, todos los montañeros llevan un forro polar en la mochila y lo primero que hacen, aunque sea un día de agosto, es protegerse adecuadamente del viento de las alturas. Pongamos que la cumbre está a 2.500 metros de altitud: pues bien,  los meteorólogos calculan que cada cien metros la temperatura desciende unos 0,6º C. El siguiente paso consiste en hidratarse o, lo que viene a ser lo mismo, echar un trago de una botella metálica con cierre hermético. Una vez atendidas las necesidades corporales más urgentes, todo el mundo quiere una foto de la cima. Esto no es tan sencillo como parece. Si la cumbre es puntiaguda, hay que hacer turnos para posar en la arista. Si un grupo quiere fotografiarse con todos sus miembros, necesitará la ayuda de un retratista auxiliar. Si un alpinista solitario quiere inmortalizar su aventura, deberá esperar a que los grupos despejen el escenario, pues, en caso contrario, parecería que ha estado paseando por la Gran Vía en vez de haber conquistado una montaña. Resuelto este trámite casi notarial, los montañeros admiran el paisaje. Si hay un mar de nubes, basta un minuto para verlo todo. Si el cielo está despejado, se intenta identificar los pueblos del valle, otras montañas, sierras azules que se difuminan en el horizonte. Instantes de calma consagrados al conocimiento geográfico y la paz espiritual. Pero por muy místicos que nos pongamos, el tiempo apremia allá arriba. Los descensos resultan, con frecuencia, tan duros o más que las subidas y el tiempo en la montaña es muy traidor. Todos los montañeros sacan entonces de su mochila la bolsa de provisiones. Buscan un sitio resguardado del vendaval, con buenas vistas y alguna piedra plana para asentar el trasero. Imprescindible, una navaja. Todos tienen su navaja: suiza, de Albacete o Taramundi, con la que parten el pan, cortan la tortilla en porciones, pelan la manzana. A la hora del almuerzo la cumbre se llena de navajas, en un ambiente sereno e idílico. El refrigerio concluye con la limpieza de la navaja. Otro problema en los picos escarpados. No hay agua y, a veces, ni siquiera hierba. Como la mayoría de los montañeros aman la naturaleza, son por lo general muy cuidadosos en la limpieza del terreno: por eso, no dudan en recoger la piel del plátano o las mondas de naranja aunque sean biodegradables ni en bajar la bolsa de la basura a la civilización.
Es hora de despedirse de la cumbre. Durante la comida, han surgido algunas conversaciones. Todas giran sobre rutas, vías de ascenso y asuntos excursionistas. Los montañeros se preguntan de dónde son, de dónde vienen, pero sin dobleces filosóficas. Nadie quiere que se le eche la niebla encima. Solo hay un camino de vuelta y es cuesta abajo.

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