No nos mires, únete

 


  —¡No nos mires, únete! —gritaban los manifestantes al pasar por una avenida repleta de terrazas y centros comerciales, que estaban abiertos en la mañana del domingo y llenos de gente que contemplaba con curiosidad el discurrir de la marea roja.
—¿Qué pasa? —preguntó un joven que salía del supermercado con una bolsa cargada hasta los topes.
—Es el Primero de Mayo.
—¿Y por qué protestáis?
La mujer soltó la lista de reclamaciones en el mismo tono en que voceaba las consignas:
—Porque estamos hartos de que nos exploten, hartos de que pisen nuestros derechos y hartos de que nos recorten los servicios sociales.
—Tenéis toda la razón del mundo. Los políticos son una pandilla de ladrones. Y los sindicatos, peor aún.
Marina R,  sindicalista, se limitó a darle un panfleto en el que se explicaban los motivos de la lucha obrera y que el joven se guardó en un bolsillo por educación. Si no fuera un chico tan guapo y simpático, quizá le hubiera explicado que todos los ciudadanos somos políticos y hacemos política,  y que no todos los dirigentes son unos ladrones. En cuanto a los sindicatos, se les podía criticar todo lo que se quisiera pero ¿cuál era su margen de maniobra si la mayoría de los trabajadores carecían de derechos sindicales? En cualquier caso, Marina entendía las simplezas del chico porque tenía un hijo de la misma edad que decía las mismas cosas.
La manifestación siguió su curso por una calle céntrica, cortada al tráfico. En los cruces, la policía local detenía los coches para dejar paso a la multitud, que coreaba eslóganes contra el capitalismo, mientras la policía antidisturbios montaba guardia junto a sus furgonetas blindadas.
—¡Esta crisis, que la pague el capital! ¡No a la guerra imperialista! —clamaba la legión de descontentos.
Marina se quedó ronca de tanto gritar. Al finalizar la concentración, con el canto de La Internacional puño en alto, entró en un bar a tomar un café. Mira por dónde, el camarero resultó ser el joven guapo que odiaba a todos los políticos. Dijo con cierto retintín:
—A ver si os hacen caso, aunque no lo creo.
Marina confiaba en que sí. Era necesario perseverar en las movilizaciones, ser constantes, firmes, mantenerse unidos. El camarero asintió distraído mientras le ponía un café con churros. La barra estaba de bote en bote.
—¡Niño! —chilló una señora—. Hace media hora que te he pedido un café.
—Ya voy, ya voy —respondió él sin perder el buen humor.
Deseó suerte a la sindicalista. Eran las once de la mañana de un domingo Primero de Mayo y el chico tenía aún por delante una larga jornada laboral.


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