Castilla la común, 33

 


 Un excursionista llegó a un pueblo en el que había una iglesia románica. La iglesia estaba cerrada y no se podía visitar, por lo que se conformó con dar una vuelta alrededor del templo y admirar los canecillos, en los que se representaban dragones, ogros, guerreros y animales inidentificables. Luego se sentó en un banco de piedra adosado a la fachada principal. Durante un buen rato estuvo escuchando a los pájaros, porque en aquel pueblo, aparentemente vacío, había infinidad de pájaros. Arrullado por sus cantos y aleteos, se quedó dormido. Cuando despertó era ya mediodía, hacía un calor sofocante y la luz del sol lo deslumbraba, pero no se acordaba del nombre del pueblo adonde había ido a parar. Levantó los ojos al cielo azul y vio, en la cornisa, la figura esculpida de una sirena.
—¡Ah! —se acordó—. El pueblo de los pájaros.

 

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