Castilla la común, 34

 


 Dos viajeros llegan a un pueblo de Castilla. Visitan, como es debido, la ermita románica situada en lo alto de una loma y erigida sobre los restos de un templo pagano. Luego, cada uno por su cuenta, se acercan a la iglesia gótica, que está en la plaza Mayor; y al convento del arrabal. Con estos y otros paseos se les hace la hora de comer. Entran a un mesón típico y piden el menú del día, que es contundente. Después salen a tomar el café a la terraza.
El primer viajero saca de su mochila un cuaderno y anota:
“Castilla mira al cielo. Es inevitable. Si hubiera un arroyo o una flor, la vista se distraería con estas menudencias. Pero no las hay y el cielo se siente más cercano que el horizonte. Esto, a la larga (y a la ancha) modela el carácter del pueblo”.
El segundo viajero hurga en los infinitos bolsillos de su chaleco de explorador y encuentra al fin una libreta y un bolígrafo. Anota:
“El pueblo está bien pero es una pena que no haya ninguna industria. Hay buen monte de encinas y, sin embargo, no se trabaja la madera. Tampoco estaría mal que se instalase una fábrica de relojes, drones o microprocesadores. Si ello es posible en las montañas de Suiza o en las Tierras Altas de Escocia, ¿por qué no en Castilla?”


Cuando volvieron a la ciudad, ambos presentaron sus diarios a un concurso de literatura de viajes. El jurado otorgó el primer premio al viajero que había puesto en evidencia “el desgarro y abandono de una tierra vaciada, que se muere cuando hay que morirse: de vieja”.
Con el dinero del premio, el ganador se fue de vacaciones a una isla del Egeo famosa por su animada vida nocturna. Allí, en los ratos que estaba sobrio, escribió un manual de mitología clásica para niños de primaria.
 

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