Cucarachas

 


 A nadie le agrada alojarse en un hotel en el que haya cucarachas. El viajero las descubre cuando el asunto ya no tiene remedido. Manuel F. se ha registrado en el hotel. El recepcionista le ha entregado la llave de la habitación y le ha indicado, con enérgicos ademanes de guardia de tráfico, la manera de llegar hasta ella. En cuanto toma posesión de su alojamiento, lo primero que hace, lógicamente, es utilizar el váter, lo cual implica una aceptación de las condiciones del hospedaje. De todos modos, se trata de la típica habitación de un hotel de dos estrellas situado en el área de servicio de una carretera nacional. Un sitio que, pese a carecer del encanto de los centros urbanos, ofrece una serie de ventajas incuestionables. Se halla a treinta o cuarenta kilómetros de la ciudad más próxima: distancia prudente para quien por motivos de turismo o negocios tiene como meta la capital, pero no desea meterse en atascos ni pagar los precios abusivos que allí se estilan. Este emplazamiento estratégico lo convierte asimismo en una base de operaciones idónea para visitar diferentes puntos de la comarca. No hay problemas de aparcamiento y las vistas abarcan un espeso monte de eucaliptos aromáticos, interrumpido solo por las edificaciones de un taller, un restaurante y un club nocturno, que ofrecen todos los servicios imprescindibles para los viajeros en ruta.
El viajero que va a la ciudad por motivos de negocios, como Manuel F., después de haber estrenado el cuarto de baño, se tumba en la cama a revisar unos papeles. Entonces, demasiado tarde, ve la primera cucaracha: un ejemplar solitario que sale por detrás de la pantalla colgada en la pared, enfrente del cabecero de la cama.
“Seguramente es un escarabajo u otro insecto” —piensa Manuel—. “Estamos en medio de la naturaleza y los bichos del campo no son tan asquerosos como los de la ciudad”.
Lo cierto es que ya no se concentra en los papeles. Por curiosidad o inquietud mira debajo de la cama: está relativamente limpio. Va al cuarto de baño e inspecciona detrás del inodoro, en torno a los desagües y la rejilla de ventilación: ni rastro de cucarachas. Por último abre el armario, que no ha utilizado porque la maleta está encima de un sillón. Y allí las descubre: una fila que trepa desde la cajonera a los trasteros por una sucia pared llena de hendiduras. Abre un cajón y las cucarachas sorprendidas se desparraman por otros cajones y baldas en busca de resquicios oscuros. “No hay derecho” —se indigna Manuel—. “Hablaré inmediatamente con el recepcionista para que venga a ver este espectáculo lamentable”.
Baja por la escalera para no esperar el ascensor y se encara con el recepcionista a voces, no tanto por excitación nerviosa como por sospechar que el empleado del hotel es un extranjero de algún país del Este que no domina bien nuestro idioma. Sin embargo, entiende el significado de “cucarachas”. No se altera ni por los gritos del huésped ni por la alarmante novedad que le comunica. Entra en una sala, que debe de ser el almacén de productos de limpieza, y sale con un bote de insecticida.
“Vamos”.
Suben, ahora en el ascensor, al tercer piso. En la habitación, el recepcionista procede a rociar el armario, en las rendijas donde el huésped le señala que se alojan los repugnantes insectos. Vacía medio bote de aerosol y el resto, en el suelo y paredes del minúsculo y no demasiado limpio cuarto de aseo. Como propina, y para demostrar que el hotel no repara en gastos cuando se trata de satisfacer a los clientes, conecta en un enchufe que hay en el zócalo, a la derecha de la mesilla, un dispositivo que se saca del bolsillo y que, según el eslavo, espanta a las cucarachas mediante ultrasonidos.
“No más cucarachas” —concluye, satisfecho, la faena.
Se llama Zoran y es yugoslavo. “Yugoslavo” —recalca a pesar de que ese país ya no existe.
Aprovechando que está en la habitación, examina si hay algún desperfecto y, sobre todo, si el minibar está bien surtido. Manuel le ofrece una cerveza. Salen al balcón y cierran la puerta para que las cucarachas se asfixien mientras ellos respiran al aire libre. Sin embargo, el tráfico en la carretera es intenso, los camiones entran y salen de la gasolinera, algunos estacionan en el aparcamiento del área de servicio y todo huele como a incendio y combustión. Hace mucho calor. Las copas de los eucaliptos no se mueven. En el vecino club nocturno, un caserón de cemento enlucido, las ventanas están cerradas. Por más que lanzan miradas en aquella dirección, no ven a ninguna mujer. Observan a un camionero que  merienda en una mesa de camping, a la sombra de su vehículo.
“Es búlgaro” —dice Zoran—. “Nosotros hablamos casi igual”.
Manuel le pregunta por las cucarachas. No cree que haya sido el único huésped que se haya quejado de tan odiosa plaga. El hotel debería haber adoptado medidas. Por ejemplo, contratar a una de esas empresas que realizan trabajos de desinfección.
“Yo no mato cucarachas” —deniega, rotundo, el yugoslavo.
“¿Por qué?”
“No gusta el ruido”.
“¿Qué ruido?”
“Crac, crac” —hace Zoran, imitando, se supone, el crujido del cuerpo de una cucaracha al perecer aplastado por un pisotón—. “A mí trae malos recuerdos”.
Los malos recuerdos se disipan al instante cuando se levanta una persiana del club y aparece enmarcada una mujer en ropa interior. Al darse cuenta de que la miran, saluda a los mirones y se apresura a bajar de nuevo la persiana.
“Guapa, muy guapa” —dice Zoran.
Manuel saca el tema de las guerras de Yugoslavia. La guerra es mala. Vuelve mala a la gente. Él, Zoran, también hizo cosa malas, de las que mejor no acordarse. Apunta con el dedo hacia la ventana donde se ha mostrado fugazmente la mujer, dando a entender que en la guerra ella estaría muerta y algo peor solo por eso: por haberse asomado a una ventana y ser guapa, muy guapa.
Cuenta que después de un bombardeo, unos milicianos entraron en su aldea. En la calle principal había un cadáver tirado en el suelo. La columna militar iba encabezada por un carro de combate. Algunos vecinos se habían apostado a los lados para recibir a los vencedores. Nadie se molestó en apartar el cadáver porque se trataba de un individuo odiado por todos, un avaro a quien todos los negocios que emprendía le salían bien. Las orugas del tanque pasaron por encima del cuerpo horriblemente mutilado.
“Crac, crac” —hizo el yugoslavo el mismo ruido que produce el aplastamiento de una cucaracha.
Por eso no las mata. Matarlas con insectida no le importa porque es limpio y silencioso.
Manuel querría preguntarle qué cosas malas hizo en la guerra, pero no se atreve. Entiende que el yugoslavo es un psicópata: si se muestra capaz de convivir con las cucarachas para no pisarlas también lo sería de asaltar la habitación de la mujer desconocida, violarla y asesinarla.
Mira con aprensión al excombatiente. Lleva tatuado en el brazo derecho un emblema militar. Quizá padece un síndrome de estrés posbélico.
Antes de irse, Zoran saluda al camionero búlgaro.
“Na zdravije!”
Quizá vuelva por la noche a la cabina de su camión y le clave un destornillador en el cuello.
 

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