Odio


 La chica del abrigo color lila que pasea al perro por el descampado es mi vecina del 3º B.


La primera vez que coincidí con ella en el ascensor fue un desastre. Yo bajaba la basura y ella debía de ir a alguna fiesta o eso me pareció, porque iba muy arreglada. Una de las bolsas goteaba y despedía un olor apestoso, seguramente la que contenía los restos de una caldereta de rape y langostinos que había cocinado el día anterior. La chica no me dirigió la palabra. Ni un saludo convencional ni las típicas frases hechas sobre el mal o el buen tiempo. Por suerte, tampoco me echó en cara que, según la normas de la comunidad de propietarios, está prohibido bajar la basura en el ascensor. Yo ni siquiera la miré a los ojos. Desde aquel mal paso la esquivaba siempre que podía, subiendo, si era necesario, hasta el tercer piso por las escaleras con tal de no sentirme un gusano en su presencia.


Otra vez, sin embargo, nos encontramos en el portal. Ella salía con su perrito, un caniche muy coqueto y relamido. Deseoso de reconciliarme con la atractiva vecina, le abrí educadamente la puerta, lo cual el diminuto can interpretó como una invitación para escaparse al aire libre. La vecina se lanzó tras él a la calle, llamándolo a gritos.
—¡Nata! Nata! ¡Vuelve aquí, so loca!
Pero ni Nata hizo caso a su dueña ni esta vio un coche que maniobraba marcha atrás en aquel tramo de calzada. El conductor, al darse cuenta del peligro, frenó en seco. El ruido del frenazo, los ladridos del perro y los chillidos de la dueña llamaron la atención de los vecinos, que se asomaron a ver qué pasaba. La mujer cogió a Nata en brazos. La besuqueaba entre llantos e hipidos. En vez de dar las gracias al conductor, un chico joven que gracias a su pericia había evitado una desgracia, lo insultó y propinó un puñetazo a la aleta del coche. A mí, responsable primero de la fuga de Nata, me fulminó con una mirada de odio.


Ahora estoy mirándola desde la ventana de mi piso mientras tomo un café. Se oye el estruendo de un motor en el cielo, cada vez más cercano. Es un helicóptero que sobrevuela el pueblo a ras de los tejados. Vuela a tan baja altura que se distingue perfectamente al piloto y al copiloto a los mandos del aparato. Pertenece a los bomberos forestales, que se hallan muy ocupados en la extinción de varios incendios que asolan los montes de la comarca. Es tal el ruido que Nata enseña los dientes, como un fiero perro guardián, al espantoso dragón. La chica trata de calmarla y, al levantar la vista, me descubre a mí en la ventana. Aún no me he aseado ni vestido. Debo de ofrecer, en pijama, un aspecto patético.


Yo también la odio.
 

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