Sin gramática

 


 Se conocieron en un vuelo de Atenas a Lárnaca. Ella iba a Chipre a visitar yacimientos arqueológicos; él, tan solo a tomar el sol en la playa y ligar. María, sentada en el asiento de ventanilla,  intentaba reconocer las islas que sobrevolaba el avión de Olympic Air. Había una alargada y estrecha, surcada de montañas, que tal vez fuera Kárpatos; la mayor, al norte, debía de ser Rodas.
—¿Y la línea de costa que se ve allá?
—Tiene que ser Turquía.
Hans era alemán, pero se expresaba relativamente bien en castellano. Le había enseñado el idioma una chica de Ibiza a quien había conocido en unas vacaciones locas. Según él, ese era el sistema más rápido y eficaz de aprender una lengua, sin necesidad de gramática.
María le preguntó:
—Y en Chipre, ¿qué vas a aprender: griego o turco?
Él rió.
—Prefiero perfeccionar mi español.
Se hicieron amigos y se propusieron recorrer la isla juntos. A los pocos días de convivencia, María sabía ya decir los números del uno al veinte, los días de la semana, fórmulas de saludo y despedida, nombres de algunas comidas y palabrotas en alemán. Sin necesidad de gramática. Además, como María había estudiado el bachillerato de humanidades, era capaz de leer los carteles escritos en alfabeto griego. Cuando identificaba alguna palabra, se llevaba una gran alegría y se reconciliaba, en parte, con los malos recuerdos de las clases de gramática en el instituto.
Una tarde estaban cenando en una terraza del puerto de Limasol. El camarero que los atendió apenas sabía inglés e incluso le costaba entender a los clientes del país. Luego supieron que era de Rumanía. Había ido a Chipre para trabajar durante el verano, aunque no descartaba prolongar la estancia, pues allí ganaba más que en su país. Estaba seguro de que, en cuestión de semanas, se defendería con el griego.
—Sin gramática —dijo María.
—No entiendo.
Pero no había nada que entender, era solo una broma. Después de cenar, María y Hans caminaron de la mano por el paseo marítimo, abarrotado de gente de todo el mundo que disfrutaba de la agradable brisa nocturna. Se escuchaba un sinfín de idiomas incomprensibles. Ellos, sentados en el muro del espigón, contemplando los barcos fondeados en la bahía, se decían lo que se tenían que decir sin necesidad de palabras ni reglas gramaticales.

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