Notas de un viaje a Andalucía, 2

 


 Poca gente se figura Almería como una tierra de altas montañas que se cubren de nieve en invierno. No es el caso, evidentemente, de los ciclistas y los astrónomos, que conocen al dedillo las carreteras de la Sierra de los Filabres. Allá arriba, en las Menas de Serón, se extraía hierro y quedan las ruinas del antiguo poblado y las instalaciones mineras. En el lugar donde antes estuvo el hospital de los mineros hay ahora un bonito camping, dotado de una piscina termal que al anochecer se ilumina con luces de colores. Como las minas pertenecieron a una compañía británica, paseando por sus alrededores me vienen a la memoria unos versos del Romancero gitano: En los picos de la sierra / los carabineros duermen / guardando las blancas torres / donde viven los ingleses. ¡Huye, Preciosa, que el viento sátiro te persigue!


A los pies de la sierra está el desierto de Tabernas, que es el único desierto de Europa. Los operadores turísticos lo comparan con los paisajes del Oeste americano, pero lo cierto es que los desiertos de África son un referente más cercano y los pueblos blancos de Almería se parecen a los que hay al otro lado del Estrecho. 


Las Alpujarras, en cambio, son una comarca fértil. Desde las Alpujarras al puerto de la Ragua se recorre todo el continente, empezando por las playas de Gibraltar y acabando en la tundra del cabo Norte. Desde las alturas de Sierra Nevada se ven los montes de África; no obstante, podría ser cualquier otro lugar menos exótico.

 

El viajero cauto no se atreve a subir en coche hasta el castillo inexpugnable a no ser que le garanticen una plaza de aparcamiento en el patio de armas. Tampoco se anima a circular en coche por un pueblo donde todas las casas son blancas, con las ventanas enrejadas; y todos los callejones, sin salida. Prefiere ir andando. Si siguieran en uso los baños árabes, se bañaría con mucho gusto. En su defecto, se sienta a escuchar el rumor del agua donde la fuente de cuatro caños.


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