Bandera

 



A Emma Khun, una periodista venezolana, le robaron la cartera en un pueblo de Castilla, adonde se había desplazado con un equipo de la televisión de su país para grabar un documental sobre la España vaciada. Sin las tarjetas del banco ni el pasaporte, se vio en un serio aprieto.
—Estas cosas también pasan en España —dijo a uno de sus compañeros.
Que no es lo mismo que decir: España es un maldito país de ladrones.
Sus colaboradores locales le aconsejaron que denunciara el robo en el cuartel más próximo de la Guardia Civil, que por regla general son casas señaladas con una bandera nacional y el lema “Todo por la patria” grabado en el el dintel de la puerta.
El grupo de Emma Khun se alojaba en un pueblo de Segovia. Desde la ventana del hostal se veía el campanario de una iglesia románica y una vivienda en cuya fachada ondeaba la bandera roja, amarilla y roja. Hacia allí se encaminó la reportera a poner la denuncia.


—Quería denunciar el robo de una cartera —dijo gratamente sorprendida al ver que el agente de guardia era una mujer joven, sonriente, con una camiseta de Mickey Mouse que le llegaba hasta las rodillas, en vez de un policía uniformado, armado y con bigotes de húsar.
—No es aquí.
—Ah, disculpe. Como vi la bandera en la fachada, pensé que era el cuartel de la Guardia Civil.
—Qué va. La bandera rinde homenaje a un vecino del pueblo que se proclamó recientemente campeón del mundo de kung-fu.
—Enhorabuena.
—Estamos muy orgullosos de él. Por eso pusimos la bandera. Porque es una gloria nacional.
Para celebrar el éxito del deporte español, la chica invitó a Emma a pasar a su casa y tomar un café juntas. Se llamaba Lola. Había estudiado Antropología y se había doctorado con una tesis sobre la lengua y la cultura del pueblo warekena. Por eso conocía la región venezolana del Orinoco.
—¿Enseñas en la Universidad? —se interesó la periodista.
—Qué va. Trabajo de cajera en un supermercado.
El salón de Lola estaba decorado con carteles en contra de la energía nuclear y a favor de la protección del lobo, cuadros de paisajes serranos y plantas en todos los lados: una colección de cactus enanos en la estantería;  ficus, helechos, un tronco de Brasil y aloe repartidos por el suelo, las cómodas y el alféizar de la ventana. Se notaba que era una persona amante de la naturaleza.
—El naturalista es mi novio —matizó Lola—. Estudió Biología en Heidelberg.
—¡Qué interesante! Yo, de pequeña, quería ser investigadora.
—Bueno, él es carnicero en el mismo supermercado en el que trabajo yo. En realidad, yo fui quien le consiguió el puesto a él.
Cuando se despidieron, Emma le dio su número de teléfono a Lola por si alguna vez volvía a Venezuela, aunque le advirtió que las cosas estaban muy mal allí, la vida era difícil y peligrosa, los  españoles no sabían la suerte que tenían con su país.  El chute de autoestima provocó que a Lola le entraron ganas de cuadrarse ante la bandera y entonar el chunda chunda del himno nacional.


Se fue Emma sin que su nueva amiga supiera darle las señas del cuartel pues, según le dijo, nunca había necesitado sus servicios, por lo que tocaba madera. Descubrió en la calle por donde caminaba tres casas con sendas banderas y no le cupo duda de que una de ellas era el sitio que buscaba. Por probar suerte y por comodidad, llamó a la puerta de la que estaba más cerca.
—Buenas, venía a denunciar el robo de una cartera.
—¿Le han robado la cartera? —el hombre que había abierto era un señor de unos setenta años, vestido con bata y zapatillas de estar en casa—. ¿Dónde? ¿Aquí, en el pueblo?
—No lo sé seguro, señor.
—Han sido los moros —dijo levantando la voz para que lo oyera otro hombre, moreno y barbudo, que paseaba por la acera con un carro de la compra—. Este pueblo está lleno de moros.
—Pensé que era acá el cuartel de la Guardia Civil. Como tiene una bandera...
—Pues no señora, no es el cuartel de la Guardia Civil, sino la casa de un buen español que ama a su patria y no quiere que la invadan los extranjeros.
El hombre había notado algo raro en el acento de Emma y estaba examinándola de arriba a abajo con indisimulada desconfianza.
—¿Usted no es de aquí, verdad?
—Soy venezolana.
—Bueno, por lo menos ustedes hablan español y son católicos. Además, todos los que huyen de la dictadura bolivariana son recibidos con los brazos abiertos en la Madre Patria, que no abandona a sus hijos.
—Muchas gracias.
—¿Se acuerda de cuando el rey mandó callar a Hugo Chávez? ¡Con un par de cojones!
El hombre rememoró con entusiasmo el incidente diplomático, que había elevado la dignidad de España a la altura de su glorioso pasado imperial. Pero otro pensamiento enturbió el feliz recuerdo y era la pesadilla de que España, su querida España, sucumbía sometida al terror de las bandas latinas, que campaban a sus anchas en las ciudades. ¿Así nos pagan esos desgraciados  nuestra hospitalidad?
—Quizá me haya robado la cartera algún latino —aventuró la periodista venezolana.
—Pues claro, no se fíe —y el hombre la dejó con un portazo en las narices, temeroso de que una tribu de indios salvajes le ocuparan la vivienda.


Siguió Emma su búsqueda y llamó a la siguiente casa con bandera, pero tampoco era el cuartel de la Guardia Civil.
—Diculpe, soy extranjera y no conozco el pueblo.
Una mujer de unos cuarenta años, con el pelo teñido de rubio, se quedó mirándola sin soltar el pomo de la puerta.
—¿De-dón-de-es-us-ted?
—De Venezuela.
—¿Ha-bla-es-pa-ñol? —la mujer levantó la voz y afinó la dicción para facilitar la comprensión a la extranjera.
—Por supuesto, es mi idioma.
—Ah, pues lo habla muy bien para ser extranjera.
En un discurso pausado, de frases breves y sencillas, la mujer explicó que su casa no era el cuartel de la Guardia Civil, sino que había izado la bandera como protesta por la persecución del español en Cataluña. No había derecho a que se prohibiera estudiar en español a los niños catalanes, siendo el español uno de los idiomas más hablados del mundo.
—Incluso se habla en Venezuela —corroboró la periodista.
—Para que vea. Y allí no se le impuso a nadie, como dicen los catalanes.


En la tercera casa con bandera tampoco tuvo suerte. Era la casa de un emigrante que había vivido treinta años en Suiza. Atraído por los cantos de sirena de la nostalgia, regresó a la misma tierra que lo había desterrado y, tirando de ahorros y de la generosa pensión suiza, compró una mansión del siglo XVII, la restauró para dotarla de las comodidades de un chalet alpino, y plantó una bandera en el balcón, con la que exhibía su orgullo de ser español.


Emma se dio por vencida, todo el pueblo estaba lleno de banderas, y ya no sabía a dónde dirigirse. Encontró a una pareja  sentada en la terraza de un bar y les contó el robo de la cartera y la prisa que le corría por denunciar el hecho ante la Guardia Civil. Se compadecieron los jóvenes y  quisieron pagarle la comida, e incluso le ofrecieron alojamiento en su casa. Le dieron la mala noticia, sin embargo, de que en aquel pueblo no había cuartel, ya que lo habían trasladado a la capital de la comarca. La misma suerte habían corrido el centro de salud y la escuela primaria que,  pese a ser instituciones públicas, eran de los pocos edificios sin bandera, por no decir sin tejado. Emma tenía que desplazarse a la capital para realizar los trámites burocráticos. Y desde luego, ya podía ir pensando en contratar un taxi, porque no había tren ni líneas de autobuses.



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