Vía verde del Eresma

 


 El ferrocarril de Segovia a Medina del Campo se inauguró en 1884 y estuvo operativo durante más de un siglo, hasta 1993, cuando sucumbió a las políticas economicistas del neoliberalismo. Tras catorce años de abandono, se abrió la línea de alta velocidad Madrid-Valladolid, que sigue, en parte, el trazado del antiguo ferrocarril, pero no presta servicio a ningún pueblo de la zona. La Vía Verde del Eresma es un efecto colateral de estas vicisitudes ferroviarias. El camino empieza en el Puente de Hierro, cerca de la estación de Segovia. El río Eresma acompaña al sendero en gran parte de su andadura. El Eresma nace en la sierra de Guadarrama, entre los bosques de Peñalara, Siete Picos y el Montón de Trigo; tiene una longitud de 134 kilómetros, drena una cuenca de 2.940 kilómetros cuadrados y desemboca en el Adaja, que es un afluente del Duero. Por lo que respecta a la etimología, Eresma procede, tal vez, del íbero Iri-Sama, “que rodea la ciudad grande”, en referencia a la Cauca vaccea. El río, el camino y el tren parten de la Sierra, atraviesan la Campiña segoviana y llegan hasta la Tierra de Pinares. De Segovia a Olmedo hay 73 km. El terreno es mayormente llano, pero muy desabrigado, expuesto a la solana, escaso en agua y poco poblado.


¿Por qué llamarla vía verde si es una vía muerta? Si fuera una vía verde, los trenes circularían llenos de pasajeros; en las estaciones habría pañuelos de despedida y abrazos de reencuentros; la compañía ferroviaria sería pública y los maquinistas estarían afiliados a los sindicatos; los vagones de mercancías irían cargados de productos de la tierra y de aparatos elaborados en fábricas de alta tecnología; los viajeros, desde las ventanillas, verían los campos labrados, bosques interminables, y un centro de salud y una escuela en cada pueblo. Los pasajeros que se quedaran dormidos en el asiento tendrían la seguridad de que su tren llegará puntualmente a la estación de destino.


Entre el Espinar y Segovia solo hay dos trenes diarios. El primero llega a la capital de la provincia a las 13.12: es incompatible, por tanto, con el horario laboral. Resulta, asimismo, totalmente desaconsejable para los caminantes que emprendan la ruta del Eresma, sobre todo, si el camino se hace un día de agosto, en plena ola de calor.


La vieja estación de Segovia agoniza abandonada, sucia y sin trenes. Solo hay unos pocos trenes que van a Cercedilla, en la línea de Madrid. A la estación del AVE le han puesto el nombre de Guiomar y la han levantado a siete kilómetros de la ciudad, a una distancia prudente, como la que ponía Guiomar entre ella y el poeta. Hoy se atraviesa la sierra por un túnel de 28 kilómetros de longitud y la duración del trayecto entre Segovia y Madrid se ha reducido a media hora. Si Antonio Machado levantara la cabeza, se perdería los paisajes del Guadarrama; nosotros nos perderíamos algunos de sus poemas; Guiomar seguiría siendo, posiblemente, igual de inalcanzable.


El kilómetro cero se halla debajo del Puente de Hierro. Hay una fuente, pero está rota y ya no corre el agua. Los desperdicios se amontonan en el suelo. El primer trecho de la ruta es un váter canino. El mal comienzo, así como las adustas laderas cubiertas de peñascos y matorrales, desaniman al caminante, que deja  atrás las torres de Segovia, a los pies de la Mujer Muerta.


En Perogordo hay una iglesia y un caño de agua al borde del camino. Es un pueblo que no se ve, pero del que se lleva un buen recuerdo.


Pasado Perogordo, el camino bordea la cárcel y discurre paralelo a la línea del tren de alta velocidad. De hecho, la antigua vía ha desaparecido bajo la nueva. Cada poco tiempo pasa un tren con pico de pato. Son ruidosos, pero enseguida se van y todo el campo queda en silencio.


Nunca había estado tan cerca de una cárcel. Esta tiene una torre de control, parecida a la de los aeródromos, un muro de hormigón y tres líneas de alambradas, una de ellas reforzada con concertinas. Una furgoneta de la policía patrulla el perímetro. Se oyen algunas voces en el interior. Me siento observado por las cámaras de videovigilancia. Avivo el paso, hasta alcanzar el trote de un fugitivo. Me siento mal por ser un hombre libre que recorre los caminos a la aventura.

 
La ermita de la Aparecida, en Valverde del Majano, ofrece sombra y agua fresca, hierba verde para tumbarse y una leyenda milagrosa. Bendita sea.  Dicen que en 1623 un albañil encontró una imagen de la virgen en una tumba del cementerio. Era una virgen morena, de madera de pino, que tenía al niño en brazos. Desde que se consagró la ermita, la virgen ha obrado numerosos milagros: se le apareció a un muchacho perdido; curó a otro al que sus compañeros de juego habían dejado tuerto; sanó a un lisiado de pies y manos. El vagabundo, de todos modos, no es exigente en materia de milagros. Bastante milagro le parece poder refrescarse en el caño y echarse la siesta bajo un árbol. En letanía silenciosa ruega, no obstante, que el estruendoso tren de alta velocidad respete su sueño, aunque sabe que se trata de una súplica egoísta e injusta. ¿Acaso el milagro no es que la alta velocidad pase por Valverde del Majano?

 


Se ve al lado del camino una dehesa de encinas y fresnos, pero está cercada con alambre de espino como si fuera una instalación de la inteligencia militar. Dudo de que estas alambradas respondan a las necesidades de la gestión del ganado y me parece que su objetivo es el mismo que el de las vallas fronterizas que separan a los países ricos de los pobres: defender la propiedad privada. Por muy hermoso que sea el monte y los caballos que pastan en él, no pertenecen al mundo de los que andamos a este lado de la valla.


No sé que me parecen más deprimentes: las estaciones de tren abandonadas, asediadas por las malas hierbas y los desperdicios, con las paredes repletas de grafitis y gatos muertos sobre el balasto de las vías muertas, como en Hontanares de Eresma; o las estaciones de diseño vanguardista, situadas en medio de la nada, donde solo se detienen los trenes de alta velocidad y alto coste.


Son los campos dorados, pacas de paja e hileras de álamos en la vega del Eresma; humilde y solitaria, una ermita. Podría ser un paisaje pintado por Van Gogh; pero es Castilla, maldita sea.


Hay corzos. Merodean entre los girasoles, rastrojeras, pinares y baldíos. Creía que era un animal exclusivo de la sierra, pero me acompañan en mi excursión por toda clase de terrenos y yo les agradezco su presencia esquiva.


Hay conejos. Hacen los agujeros de sus vivares en los ribazos del sendero. Sobresaltan al caminante cuando afloran a la superficie y provocan un estampido de hierbas y cardos mustios. Aunque tal vez sea yo quien perturba el sosiego del vecindario, el hombre del saco a cuyo paso tiemblan los tiernos gazapos en el fresco acogedor de sus galerías.


Hace muchos años fui a la Selva Negra y siempre llevaré en el corazón los bosques de abetos. Hace muchísimos años, siendo un niño, vi una foto de la Selva Negra en un libro sobre Alemania y nunca la he olvidado.


En algún momento de mi vida quise ser policía montado del Canadá. Pasados los años, durante un vuelo trasatlántico de Madrid a Nueva York el avión hizo escala en Gander, Terranova. Allí vi por primera vez a la Policía Montada. También visité una reserva india: en vez de indios con plumas, vi hidroaviones atracados en un lago. El único peligro que corrí en Canadá fue la persecución de un mendigo borracho cerca de la estación de autobuses de Montreal. Teniendo en cuenta que se trata de un país superpoblado de osos grises, no está mal.


Ignoraba que la ermita era románica y conserva pinturas del siglo XIII; que hay restos de un castro celtíbero; que la Cueva del Moro estuvo habitada en la Edad del Bronce; que existe un yacimiento paleontológico del Cretácico y una villa tardorromana en Los Casares. Solo sabía, al pasar andando por allí, que pronto se haría de noche y la luna pondría la guinda al cerro de Tormejón.


Se me hace de noche en Armuña. En el pueblo no hay hostal donde albergarse ni bar en el que comer un bocadillo. El hombre que atiende el teleclub se disculpa: “En los pueblos pequeños es así”. Pido un Aquarius y me pone una Fanta. Relleno la botella de agua en el caño. Hay mucha gente en la plaza tomando la fresca. Seguramente piensan que soy un peregrino a Santiago. “En los pueblos pequeños es así”. Prosigo el camino hasta Ortigosa de Pestaño y luego hasta Santa María la Real de Nieva a la luz de las estrellas. Unos animales acechan en la oscuridad: es una manada de corzos. Los apunto con la linterna y se paran deslumbrados, incluso alcanzo a ver el miedo en el brillo de sus ojos. A lo lejos, hacia el norte, debe de haber algún pueblo importante, con una iglesia monumental iluminada, como una porción de luna que se hubiera precipitado al llano. Busco en el cielo, serenidad y geometría, los astros del triángulo estival: Vega, Deneb y Altaïr. Cuando el camino se acerca a Ortigosa, temo que me atacarán los perros y preparo el palo para defenderme, pero a esas horas no encuentro a ningún perro ni a ninguna persona.




Estoy en Santa María la Real de Nieva a medianoche. Toda la animación se concentra en la plaza. Me hubiera gustado sentarme en una terraza a tomar un refresco, pero el hostal “bueno y barato” que he visto recomendado en internet está en las afueras del pueblo, a un kilómetro y medio de distancia. No tengo reserva, ni siquiera sé si estará abierto. Aún me queda una buena cuesta arriba hasta llegar allí. Veo luces y camiones estacionados en el aparcamiento.

No es un sitio que figure en las guías de turismo rural, aunque está rodeado de campos y cielo estrellado. Se trata, más bien, de un modesto hostal de carretera, pensado para la gente de paso, sin mayores pretensiones. La habitación individual cuesta 28 euros, y está limpia y bien equipada. Si tuviera un trillo de mesilla y algún otro detalle de decoración castiza, valdría el doble. De hecho, tal vez sean más caras unas vacaciones de glamuroso turismo rural aquí que un paquete de hotel y playa en la República Dominicana. Con los debidos respetos al ocio verde y sostenible, hay que reivindicar los hostales de carretera, que son los herederos legítimos de las antiguas ventas de camino que tantas páginas brillantes han dado a nuestra literatura clásica: posadas donde paraban andariegos de toda laya, pícaros, arrieros, cuadrilleros y damas embozadas a los que el frío juntaba en torno a la lumbre del hogar, el fuego incitaba al cuento y el vino, al canto.

He dejado la ventana abierta de par en par. Entra la luz de la luna pero ni un soplo de brisa fresca. Estoy tan cansado que no paro de dar vueltas en la cama. Hacia las tres, me asomo a la ventana y veo el aparcamiento vacío. Podría pasarme un buen rato identificando las estrellas en la aplicación  Star Chart o recitando los versos de Noche serena. Me pregunto si seré el único inquilino del hostal. Miro en el cajón de la mesilla por si encuentro una Biblia o un preservativo: no sé para qué, la verdad sea dicha.

Entre Santa María la Real de Nieva y Nava de la Asunción el camino se interna en Tierra de Pinares. Llegando a Nava, un monigote que representa un muñeco de nieve advierte al excursionista: Abrígate. Entre Nava y Santa María siempre Nieva. Teniendo en cuenta que estamos en plena ola de calor del verano más caluroso jamás registrado en el Hemisferio Norte, el muñeco, más que otra cosa, inspira nostalgia de las heladas invernales que, en el otro extremo del tópico, caracterizan el rigor del clima mesetario.

¿Serán estos los pinares que el poeta Jaime Gil de Biedma evoca en Ribera de los Alisos?: Y allá en el fondo el río entre los álamos / completa como siempre este paisaje / que yo quiero en el mundo… El calor bochornoso del mediodía y la interminable recta por la que se entra en Nava de la Asunción espantan cualquier arrebato de lirismo. Sin embargo, los vecinos del pueblo han plantado árboles en las márgenes del sendero, que harán más grato el paseo a los futuros caminantes. Es lo que tienen los pueblos cantados por los poetas: que se quieren más a sí mismos.

Son pinares sin apenas sombra, sin apenas matorral. El suelo es un arenal y el terreno, llano. Cuesta llamar bosques a estas arboledas, por muy extensa que sea la superficie que ocupan. Los troncos de los pinos están hendidos y tienen un bote en la parte inferior donde se recoge la resina.
El sendero atraviesa el pinar y se cruza con otros caminos que nadie sabe a dónde van. No es un bosque, no, pero cuando llega a un claro, el caminante extraviado se siente más tranquilo y mira en todas las direcciones buscando una salida.

Además de los pinares, abundan en esta parte de Castilla los monumentos del arte mudéjar. “Mudéjar” procede de una palabra árabe que significa “aquel a quien se ha permitido quedarse” y se aplicaba a los musulmanes que permanecían en territorios conquistados por los cristianos. Qué bien hicieron en dejarlos quedarse en su casa. No hay gran arte que no sea popular y mestizo.

Cruzo el río Voltoya por un puente de más de cien metros de longitud que me recuerda las sátiras de los ingenios literarios del siglo XVII sobre el escaso caudal del Manzanares en comparación con la grandeza de sus puentes y las pretensiones imperiales de la Villa y Corte. Curiosamente, unos días antes, había estado en el nacimiento del Voltoya, en las tierras altas de la Dehesa de la Cepeda y el Campo Azálvaro. Ahora camino en las proximidades de su desembocadura en el Eresma, cerca de Coca. Las aguas del Eresma vierten en el Adaja y este, en el Duero, que afluye en el Atlántico a la altura de Lisboa. De Lisboa zarpan los barcos que navegan rumbo a África y las Indias.

Me refugio del sol en un túnel del antiguo ferrocarril. Pongo la mochila en el suelo y los pies encima de la mochila, y me tumbo a echar una siesta. Me quedo más o menos dormido. Al rato viene una alondra y se posa en la boca del túnel. La alondra es un pájaro de color desvaído, que se camufla bien en los campos de cereal. No sé si echarle unas migas o tirarle una piedra para que se vaya. Al fin la dejo estar, porque dudo si es una alondra soñada o una alondra de verdad.

La antigua estación de Coca parece más vieja aún que el castillo o la Torre de San Nicolás. ¿Hubo un tiempo pretérito en que el ferrocarril comunicaba estos pueblos de Castilla? Cuesta creerlo delante del abandono y soledad de sus vías muertas. La estación en ruinas ni siquiera ha tenido la buena fortuna de las escuelas rurales que, a falta de niños, se reconvierten en bares o restaurantes de diseño.
El pueblo de Coca está a más de dos kilómetros de distancia de la estación sin trenes ni pasajeros. Por mucho que sea la patria del emperador romano Teodosio I, no me desviaré.

En el monte del Cantosal hay unos chozos encalados que servían de refugios forestales. Quizás podría meterme en uno de ellos y esperar a que ceda el calor. Pero no me apetece compartir cama con las lagartijas.

Había puesto ciertas esperanzas en Ciruelos de Coca: un bar con menú del día, una cerveza, la sombra de una parra. Sentado en un banco de la plaza, he de conformarme con la vista de una iglesia fea y un caño en el que me remojo y bebo, aunque el agua sabe a rayos. A pesar del nombre, no parece un lugar pródigo en ciruelos. A pesar de la decepción, en Ciruelos de Coca, en un banco de la plaza, fui el caminante más afortunado del mundo.

En los campos que atraviesa el camino, entre Coca y Olmedo, está la laguna de Caballo Alba. No la veo por ningún lado. ¿Dónde las bandadas de patos y fochas? ¿Dónde el misterioso caballo? Los últimos kilómetros de la ruta son un suplicio de polvo, sudor, etc. ¿Por qué, entonces, cada poco trecho, me paro a fotografiar las espigas amarillas?

Entro en Olmedo por un sitio cualquiera. En vez de la Villa del Caballero podría ser la Villa del Villano: es lo que tienen las afueras.

Ceno el plato del segador en un afamado restaurante de la villa: lomo de la olla, chorizo y huevo frito. Aunque yo solo me he limitado a pasear por los caminos, seguramente he quemado las kilocalorías suficientes para hacerme merecedor del contundente menú energético. A mi lado se sienta una pareja joven que duda entre el plato del segador y una ensalada de ventresca de atún. También duda si visitar primero el Parque del Mudéjar o la Casa del Caballero.

Fue uno de los pueblos conquistados por el rey Alfonso VI antes de 1085. El rey Pedro el Cruel estuvo allí en 1353 y de sus amores con María de Padilla nació Constanza, duquesa de Láncaster, que recibió el pueblo y otras villas a cambio de su renuncia a los derechos al trono. El pueblo se alió con el rey Juan II de Castilla en la guerra contra los aragoneses. En 1467 acogió a la corte del infante don Alfonso, que se había levantado en armas contra Enrique IV. Tras la victoria de este, pasó a poder de la infanta Isabel, futura reina Isabel la Católica.
He aquí resumida objetivamente, sin sesgo ideológico ni afán de adoctrinamiento, la historia de un pueblo de Castilla. Y no, por cierto, de un pueblo cualquiera, pues de él se decía. “Quien señor de Castilla quiera ser a Olmedo de su parte ha de tener”. Señores, en efecto, no le han faltado a Castilla, que la sometan y escriban su historia.

Para concluir este itinerario del Eresma, el caminante declara que ha  recorrido 80 kilómetros de sí mismo, hablándose a sí mismo y sin ver nada que estuviera más allá de sus propias ensoñaciones. Cualquier comentario o descripción con trazas de realidad objetiva ha sido una coincidencia involuntaria. No turbaron su ánimo las adustas estepas, los cielos místicos ni los pueblos decrépitos de la España vacía, profunda, seca y pringada. Anduvo por la Vía Verde del Eresma con la misma curiosidad y emoción con que hubiera andado por la Costa da Morte, los montes Pirineos, el desierto de Tabernas o las calles de su barrio. Era solo un caminante que fue a dar una vuelta por ahí.

 




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