El paraguas robado

 


Se ha dejado el paraguas en la panadería y tiene que volver a buscarlo.
Es un paraguas nuevo, que compró la semana pasada en El Corte Inglés. Costó 37 euros y está hecho en Italia.
—¿Por qué todos los paraguas de caballero son negros? —preguntó a la dependienta de la sección de complementos. Le hizo gracia haber dicho “caballeros”, un arcaísmo digno de las películas de capa y espada que sonaba verdaderamente ridículo.
La dependienta desmintió que todos fueran negros y alegó que, en cualquier caso, el negro era un color muy versátil —otra palabreja— a la par que distinguido. Por eso los trajes de etiqueta son negros y también los coches de lujo, como los Rolls Royce. En cualquier caso, había modelos para todos los gustos y precios.
Le mostró paraguas de color gris, púrpura oscuro, verde oliva y borgoña. Uno de los más bonitos tenía estampado en la tela impermeable un mapa celeste con los nombres de las estrellas y las galaxias; otro, la calavera con las tibias cruzadas de la bandera pirata.
Finalmente se decidió por un modelo clásico de color negro, como los Rolls Royce, con puño de madera y botón de apertura automático. La dependienta asintió complacida y adoptó un tono de complicidad profesional para explicarle que se trataba de un paraguas resistente al viento, gracias a la doble capa de refuerzo y a los materiales extra fuertes con que estaban hechas la varilla y los rayos.


Tal era, precisamente, el paraguas que se había dejado en la panadería. Decidido a recuperarlo, dio media vuelta y se dispuso a desandar el medio kilómetro que se había alejado del lugar de los hechos. La calle estaba muy concurrida y los comercios, abarrotados. Por la mañana temprano había llovido a cántaros, de modo que la ciudad se despertó con las sirenas de los camiones de los bomberos que acudían a achicar el agua de los garajes inundados. A mediodía escampó y la gente aprovechó para salir a la compra. Las aceras estaban llenas de charcos en las que flotaban las hojas caídas de los plátanos.
A la altura de la peluquería canina “Cara de Can”, el hombre que había perdido el paraguas se cruzó con un mendigo que solía pedir en aquel tramo de calle. Era un gigante rubio que, como no hablaba con nadie, nadie sabía de qué país procedía, aunque la mayoría de los vecinos lo consideraban lituano. En vez de exhibir un muñón u otra deformación física, tocar la flauta o dibujar retratos de los transeúntes, este vagabundo llevaba siempre una pizarra en la que escribía, con tizas de colores, versos y frases memorables que inspiraran la generosidad de las buenas gentes. Eran textos breves, conmovedores, plagados de faltas de ortografía, que muchas personas se paraban a leer y recompensaban  luego con unas monedas. Aquel día había escrito: “Tiene que llover a cántaros”, como en la canción de Pablo Guerrero, y debajo del caballete que sujetaba la pizarra, había un paraguas negro, con puño de madera, botón de apertura automático y doble capa de refuerzo. Se vendía por diez euros.
Su paraguas, que había costado el triple.
Será cabrón el lituano.
Pero ¿con qué títulos de propiedad podía exigirle que se lo devolviera? Ni siquiera estaba seguro, al ciento por ciento, de que fuera el suyo y la policía no se tomaría en serio una denuncia sin prueba fidedignas. Si pagaba los diez euros exigidos por el ladrón, sumados a los anteriores 37, la broma le saldría por un total de 47 euros. Si por dignidad se negaba a abonar aquella especie de impuesto revolucionario y adquiría un paraguas nuevo del mismo modelo que el robado, debería desembolsar otros 37 euros, con lo que el gasto final ascendería 74, excesivo para un simple paraguas. ¿Qué hacer? Ninguna de las dos alternativas le convencía. Tampoco veía posible recuperar a la fuerza su pertenencia, su paraguas, y salir corriendo con el botín, pues, evidentemente, no está bien visto en ninguna parte del mundo robar a un pobre de solemnidad, y no le cabía duda de que alguna persona bienintencionada y aficionada al atletismo correría detrás de él hasta darle caza, lo que le acarrearía una paliza o una denuncia.


Al cabo, se resignó a quedarse sin paraguas; y ya se iba a su casa, cuando empezó a llover a cántaros.
“Aunque me empape, agarre un catarro o me salgan escamas, no me da la gana pagarle a un ladrón”  —se arengaba a sí mismo.
Vio entonces que una mujer se acercaba al mendigo:
—¡Eh, oiga!
 Era una señora a quien la tromba de agua había pillado en medio de la calle sin impermeable ni nada con que cubrirse. El mendigo la recibió con el paraguas abierto.
—¿Diez euros? —dijo la mujer—. Menudo robo. Por ese dinero me compró uno de marca en El Corte Inglés.
—No, señora. Paraguas italiano. Marca buena.
—Italiano de China, ya te digo. Te doy cinco euros y aun así me parece una barbaridad.
El lituano amenazó con cerrar el paraguas e irse.
—¡Oye tú, a ver si agarro una pulmonía por tu culpa! Toma siete euros y no se hable más.
—Bueno.
La mujer se quedó con el paraguas italiano, que había costado 37 euros, por el ridículo precio de siete.
Su legítimo propietario, indignado por el inicuo trato, decidió seguir a la señora hasta la próxima tienda en la que entrase y aprovechar la confusión del paragüero para llevarse tranquilamente su paraguas.
La prudente señora entró en un supermercado pero, en vez de depositar el paraguas en el paragüero, se lo llevó colgado del brazo, dejando un rastro de agua en el suelo que le provocó alguna llamada de atención por parte de las empleadas. El hombre del paraguas robado la siguió hasta una zapatería, y lo mismo. En una perfumería, tuvo la misma mala suerte.
Más tarde amainó la lluvia, salió el sol y el hombre se dijo:
—Bah, para qué quiero el paraguas.
Ahora la mujer tendría que cargar con él hasta casa, mientras él volvía a la suya con las manos en los bolsillos.

 

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