Hacía falta un noviembre

 


 Hacía falta un noviembre como los de antes, es decir, uno de esos meses propicios a la melancolía en que a las profesoras de literatura les da por leer a Chejov como recurso para explicar el realismo sucio. Si la lectura coincide con la caída de las primeras nieves o la partida de un viajero, el espíritu del yermo habitará con nosotros.
Es verdad que la pandemia, la guerra de Ucrania, la carestía del gas, han exacerbado la sensación de falta de luz que sobreviene a todas las despedidas, incluso las que tienen lugar en las vías muertas donde se oxidan los vagones de carga. Estos son los mismos convoyes que hace unas décadas transportaban soldados al frente y prisioneros al campo de exterminio.
Un día gris tras otro, llueve sobre mojado ¿Son cosas de Evelyn? ¿O es Ernestine el nombre que la agencia meteorológica puso a la borrasca?  Sea este o aquel, es una bestia que amenaza con tirar contenedores, derribar andamios, volar tejas...  Los paseos marítimos quedan terminantemente prohibidos.
Lo mejor es buscar una cafetería que huela a café recién hecho, a cruasán recién salido del horno y a señora recién perfumada, que son aromas otoñales tan legítimos como los de las hojas putrefactas que nutren el humus del bosque.
O buscar un puente romano. En todos los sitios, sobre los ríos grandes y pequeños, hay un puente romano que evoca la persistencia de la piedra. Si las piedras hablaran, hablarían en latín. Un noviembre húmedo y desapacible promulgarán una solemne declaración de principios.


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