Sirenas


Exposición Olhares Modernos, MACNA, diciembre 2022
 

 Nunca fue un buen estudiante y lo que peor se le daba eran desgraciadamente las matemáticas. Sus padres, temerosos de que repitiera curso, lo matricularon en una academia de clases particulares, que dirigía un ingeniero naval jubilado. Las lecciones empezaban a las siete y media de la tarde, por lo que en invierno, cuando salía de la academia, ya era noche cerrada. Para llegar a su parada del autobús tenía que atravesar un barrio de calles sórdidas en las que acechaban los ladrones, merodeaban las prostitutas y ocurrían toda clase de sucesos truculentos.
Una vez se encontró con un grupo de personas que contemplaban un cuerpo tendido en el suelo.
─Es un mendigo ─le informó una señora que llevaba la bolsa de la compra cargada hasta los topes─. Lo ha atropellado un coche. A mí me parece que está muerto.
Un barrendero municipal, que había hecho una pausa en su trabajo para contemplar el espectáculo, exclamó:
─Estaría hasta las cejas de vino o  vaya usted a saber qué.
E hizo el gesto de empinar el codo con una sonrisa malévola.
El personal de emergencias trataba de reanimar al herido mientras los policías desviaban el tráfico y dispersaban a los curiosos. El cuerpo inerte no parecía responder, sin embargo, a los masajes en el pecho  que le aplicaban los sanitarios. La doctora ordenó a los camilleros que lo trasladasen a la ambulancia. Las luces de las sirenas lanzaban destellos azules que iluminaban intermitentemente a una muchedumbre de bultos sombríos que asistían, en medio de un silencio respetuoso, a los desesperados intentos de resucitar al náufrago.
Mientras apañaba el carro con el cubo, el cepillo y otros utensilios de limpieza, el barrendero le contó al chico  que él era de un pueblo de la Sierra, donde los niños tenían la costumbre de capturar a los murciélagos en pleno vuelo, lanzando una prenda para que se enredaran en ella y cayeran a tierra, tras lo cual los emborrachaban con vino o los atontaban con el humo de un cigarro. Sin duda, el mendigo atropellado le recordaba a los murciélagos de su pueblo. 


Otra vez, una noche lluviosa y fría de noviembre, el chico caminaba de vuelta a casa cuando le asaltó una mujer apostada detrás  de un contenedor de basura.
Le dijo de sopetón:
─Si me das el paraguas, te enseño una teta.
El chico se llevó un buen susto por la repentina aparición de la mujer, y no supo qué decir ni qué hacer. Se temía que fuera una drogadicta y que en cualquier momento le sacara una navaja para desvalijarlo. Intentó seguir andando, sin hacer caso, pero la mujer se le echó encima. La verdad es que estaba medio desnuda, la lluvia le chorreaba por los hombros y temblaba de frío, ¿qué le costaba regalarle el paraguas?  Si le daba el paraguas, le dejaría en paz y podría irse. A no ser, claro, que se empeñara en cumplir su parte del acuerdo.
─Mírala ─dijo.
La mujer se sacó el pecho y lo sostuvo en la mano. Mientras lo exhibía, reía y hablaba en un idioma extranjero con otra mujer que se hallaba sentada en el bordillo y en la que el chico no había reparado hasta entonces.
─El paraguas es automático ─dijo él para salir del apuro─. Se abre así.
Le hizo una demostración de cómo se abría pulsando un botón y cómo se cerraba manualmente. La mujer quedó encantada. Lo abrió y lo cerró varias veces, comprobando que funcionaba bien. Si fuera otra clase de mujer, quizás le hubiera agradecido la explicación con un par de besos: eso es lo que pensó el chico, a quien la alegría de la mujer inspiraba una pizca de compasión.
La mujer sentada en el bordillo estaba despatarrada fumándose un porro. La del pecho desnudo tradujo lo que decía.
─Mi compañera dice que te dé algo más a cambio del paraguas. ¿Quieres tocar la teta?
─No, gracias ─dijo el chico.
─¿Por qué? ¿Eres marica? ¿No te gustan las mujeres?
─Sí ─dijo.
Quería decir que sí le gustaban las mujeres, pero se dio cuenta de que tal vez ellas habrían entendido otra cosa.
─Ven ─le tentaba palpándose el pecho─. No te voy a comer.
─Me tengo que ir ─dijo.
─Entonces lárgate.
─Me he perdido ─dijo─. Busco la calle...
Dijo el nombre de una calle cualquiera del barrio, la primera que se le ocurrió. La mujer de la mano en el pecho preguntó a la que estaba sentada. Esta respondió con una retahíla de sonidos discordantes.
─Por ahí ─tradujo la nueva propietaria del paraguas.
Había abierto el paraguas, que sostenía en la mano izquierda, mientras con la derecha se arreglaba el escote del vestido.
─Es un paraguas de puta madre ─dijo el chico.
Quería dárselas de duro, hablarlas con chulería, para que no se formasen una idea equivocada de él.
Ellas se partían de risa viéndole tan bravucón.


El chico llegó a casa con la ropa calada, temblando de fiebre y de rabia. Su madre le preguntó si había perdido el paraguas. Él dijo que se lo había dejado en la academia y que tal vez alguien se lo hubiera llevado por confusión. Con esa cabeza, rezongó su madre, ¿cómo vas a aprobar las matemáticas?
Antes de acostarse, tomó un vaso de cola-cao caliente. La madre dijo:
─Toma una aspirina y métete en la cama. Estás temblando.
Siguió su consejo, pero aún dio muchas vueltas en la cama hasta quedarse dormido. El pecho que no se había atrevido a tocar en la calle se le apareció en sueños, al alcance de la mano. Entonces lo acariciaba, mientras la mujer abría y cerraba el paraguas, contenta por su nueva adquisición.
─Tienes que darle al chico algo más por el paraguas ─le decía su amiga graznando frases incomprensibles cuyo significado, sin embargo, saltaba a la vista─. Si no quieres, se lo doy yo.
Tumbada en la cera, entre charcos y desperdicios, se protegía de la lluvia con unas cajas de cartón y llamaba al chico agitando sensualmente sus brazos escuálidos, violáceos, marcados por asquerosas cicatrices.

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