Choque cultural

 

Exposición Olhares Modernos, MACNA

  Se le daban bien las matemáticas y era una comunicadora brillante tanto en las exposiciones orales, que bordaba con descaro de youtuber adolescente, como en los exámenes escritos, cuya caligrafía primorosa evocaba nostalgias epistolares. Su objetivo era aprobar la ESO para matricularse en un ciclo de formación profesional de Mecánica del automóvil. La profesora de Tecnología le había insistido en que se atreviera con el bachillerato y pensara incluso en una ingeniería. Sería la primera gitana ingeniera de la ciudad o, tal vez, de la provincia.

En el último curso de la ESO faltó a clase más de lo habitual y lo justificable, hasta el punto de que el Instituto advirtió a los padres de que procedería a la apertura de un expediente de absentismo. Los padres, temerosos de la intervención de los servicios sociales, alegaron en primera instancia motivos de salud. En posteriores entrevistas con la tutora, reconocieron que necesitaban a la niña para que les echara una mano en el negocio familiar de las atracciones, lo que suponía andar de un pueblo a otro a salto de mata, atendiendo la taquilla de unos hinchables o un túnel del miedo, y viviendo en una caravana. La chica, además, había cumplido 17 años, edad cabal para concertar su matrimonio.

Las notas finales de Débora fueron de notable para arriba, excepto un bien raspado en Educación Física, por no llevar nunca la ropa de deporte y acudir al pabellón vestida como una actriz de telenovela latinoamericana. La tutora, sin embargo, se encargó de rebajar las expectativas de los profesores entusiastas de la integración, que ya la veían cursando el bachillerato científico-tecnológico y leyendo fragmentos del Quijote, con acento gitano, en la conmemoración del Día del Libro.
—Su familia le está buscando un marido —informó al equipo de evaluación—. El futuro que le espera es  trabajar en las ferias y parir hijos.
—¿No podemos hacer nada? —intervino otro profesor—. Qué sé yo: hablar con los padres, implicar a la asistenta social…
—Es una pena... pero es su cultura —sentenció la tutora.
Hubo indignación general y palabras airadas contra el machismo de los gitanos. Al rato, se abandonó por imposible el tema de Débora y se pasó a la siguiente alumna: Leo.

Leo suspendía siete: todas menos Ética y Plástica. La tutora informó de que sus padres estaban en proceso de separación y la niña lo llevaba mal, el conflicto había afectado negativamente a su rendimiento académico, pues había pasado de ser una estudiante de sietes y ochos en el curso anterior al desastre del actual. El padre vivía en Bilbao, donde lo había traslado la empresa de telefonía en la que trabajaba. Allí, según algunas versiones extraoficiales, se había liado con una compañera. 

Una profesora mostró la hoja en blanco de un examen como prueba irrefutable de la actitud negativa de Leo:
—Conmigo no hace nada, absolutamente nada. Si tuviera un tres o un cuatro, la aprobaría, pero así no me deja opción...
—Yo entiendo que esté enfadada con la humanidad —dijo otra profesora— pero a mí me corresponde evaluarla con los mismos criterios que a las demás.

Había un profesor que hablaba poco y suspendía menos aún. En su asignatura aprobaba a casi todo el mundo, por lo que sus colegas no le tomaban demasiado en serio. Sobre el caso de Leo, sus faltas de asistencia, depresión y fracaso escolar, planteó la misma pregunta que se había lanzado en la evaluación de Débora: “¿No podemos hacer nada?”
—Desde luego, no podemos regalarle los aprobados.
Acordaron por mayoría que Leo repitiera curso. El profesor blando votó en contra y lamentó la decisión.
—Es una pena —dijo— pero entiendo que es nuestra cultura.
Unos le rieron la gracia y otros pasaron discretamente por alto su insolencia. A fin de cuentas, aún les quedaba un montón de alumnos por calificar y no podían perder el tiempo con tonterías.


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