Agua de oro

 

 Casi nunca eran buenos estudiantes, pero montaban a caballo por las calles del pueblo y, al anochecer, se juntaban a tomar el fresco en la puerta de su casa o en un banco de la plaza, y daban voces y jugaban todos los niños de la tribu. Algunos profesores nacionalistas los acusaban de racistas porque no se querían integrar en nuestra cultura. A mí me caían bien y siempre que me cruzaba con uno de ellos, al trote por la vega, me acordaba de aquel Antonio Torres Heredia que se puso a cortar limones redondos en el camino de Sevilla y los fue tirando al agua hasta que la pintó de oro. Y me sentía mal, como representante del poder que persigue sus sueños.

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