La lengua de los marcianos explicada a los terrícolas

 


 
 En el verano de 2013 asistí a un congreso internacional sobre didáctica de las ciencias del lenguaje. El evento tuvo lugar a casi 2.000 metros de altura, en una estación de esquí que a mediados de julio era un paraje yermo, de laderas pedregosas surcadas por remontes mecánicos y bosques de pinos enanos que languidecían bajo un sol de justicia. La verdad, no había mucho que hacer allá arriba.
El primer día del congreso hubo un paseo por el monte, que seguramente estaba organizado para favorecer la convivencia entre los participantes y descubrirnos el entorno natural; allí, montados ambos en un telesilla, coincidí con un tipo llamado Lupercio.
—Lupercio, igual que el poeta —era su fórmula de presentación.
Si a continuación le preguntabas “¿Qué poeta?”, él respondía: “El hermano de Bartolomé”. Pero lo cierto es que, aunque estábamos en un simposio de filólogos, casi nadie se acordaba de los hermanos Argensola, Lupercio y Bartolomé, autores del Siglo de Oro.
El Lupercio actual ejercía la enseñanza en un instituto de la comarca del Altiplano de Murcia. Aparte del nombre, enseguida dio señales de una personalidad extravagante. Así, una noche, cuando cada uno se retiraba a su habitación en el hotel donde nos alojábamos, me confesó que antes de acostarse leía siempre unos apartados de la Gramática de Andrés Bello, que era su libro de cabecera. Su técnica para dormirse consistía en buscar excepciones a las reglas que el sabio venezolano consignaba en su obra. Si leía, supongamos,  que Los compuestos de verbo y sustantivo plural hacen el plural como el singular, él se empeñaba en hallar un ejemplo que lo desmintiera, y de este modo se dormía. Amanecía, sin necesidad de despertador, a las seis de la mañana,  corría diez kilómetros campo a través, se duchaba con agua fría y desayunaba un té verde, una manzana y una tostada de pan integral con aceite de oliva virgen. Había aprendido esperanto de forma autodidacta y abordaba a la gente con desparpajo en la lengua del doctor Zamenhof. Al principio, como yo pensé que me hablaba en italiano, le decía: Va bene, va bene. Al percatarse de mi ignorancia, me regaló un manual de esperanto, asegurándome  que en diez días lo dominaría y sería capaz de escribir un ensayo sobre fenomenología con la fluidez de un esperantista nativo. Lo malo es que yo sabía tanto de fenomenología como de los hermanos Argensola: es decir, nada: nada en mi lengua natural y menos aún en un idioma que solo conocían cuatro friquis como Lupercio.  
Por otra parte, su manía de que comiéramos y paseáramos juntos, apartados del resto del grupo, me hizo sospechar de sus inclinaciones sexuales. La desconfianza empezó en la cena del segundo día cuando, habiéndome yo atragantado con un trozo de pan, se lanzó a estrujarme entre sus brazos y aplicarme impetuosas compresiones torácicas que me salvaron de morir ahogado, pero me dejaron baldado durante muchas horas. Más adelante, mientras asistíamos a una charla sobre aprendizaje por tareas, observé que se despatarraba descaradamente en su asiento, rozando sus muslos con los míos, que se retraían como castas doncellas. Había, sin embargo, un detalle que impugnaba mis cautelas y parecía impropio de un hombre que quiere seducir a otro, aunque este fuera yo; y era que le salían de las orejas sendas matas de pelo selváticas, que cuando estaba sentado a mi lado, en el salón de actos, me tocaban y hacían cosquillas en la nariz. Fuera homo o heterosexual, un patán o un figurín, poco me importaba, porque yo había ido al congreso a establecer una agenda de contactos profesionales, y saltaba a la vista que el lastre de Lupercio reducía mis posibilidades de vida social.


Al tercer día, se sentó a comer con nosotros una profesora portuguesa. Esta presencia femenina me infundió confianza, y más al ver que Lupercio y ella congeniaban como dos almas gemelas. De hecho, lo eran por sus estrambóticas afinidades. Y es que la especialidad de la portuguesa era la Lingüística sideral. Como científica, estaba preocupada por la eventualidad de que se produjera un encuentro entre los terrícolas y habitantes de otros planetas, y la comunicación se frustrase por falta de un idioma común. Su línea de investigación consistía en elaborar una lengua planificada interestelar, algo similar al esperanto pero que incluyera a los selenitas, venusinos, marcianos y demás seres de otros mundos. Era Patricia, la portuguesa, una mujer muy alta y desgarbada, al lado de la cual Lupercio y yo, hombres de mediana estatura, parecíamos dos ewoks de la guerra de las galaxias. A quien nos oyera discutir exaltadamente si la transitividad es un rasgo propio de la GU —la gramática universal de todo el universo, no solo de la Tierra— y se apartara de nosotros y nos excluyera del gremio de los cabales, nadie en su sano juicio debe reprochárselo.
No obstante, el penúltimo día del congreso mi suerte cambió. Lupercio y la portuguesa se fueron de ruta a la montaña y yo estaba solo en una mesa del comedor. Llegó entonces una comitiva integrada por tres eminencias de la Lingüística aplicada, dos hombres y una mujer, miembros del Instituto de Ciencias Humanas de la Universidad de Ingolstadt. Estos me pidieron permiso para  sentarse a mi lado y, en vez de ignorarme, se pusieron a charlar conmigo de nuestros respectivos trabajos y lecturas científicas, mostrándose, en suma, amistosos y cordiales. En mi rudimentario inglés de nivel B2, les transmití mi entusiasmo por sus investigaciones, que seguía en revistas especializadas. La doctora K era una experta mundial en adquisición de segundas lenguas. Le debí de caer en gracia porque me invitó a una cena de despedida que ella y sus compañeros habían apalabrado en un restaurante de un encantador pueblo de montaña situado a diecisiete kilómetros de la estación de esquí. Acepté y le agradecí la atención con los escasos recursos retóricos que me proporcionaba mi B2. Tomamos el café en la terraza, contemplando las cumbres cubiertas de piedras y matorrales. Durante la agradable sobremesa, le hablé a la doctora K de las jornadas sobre Didáctica de la Lengua que un grupo de profesores organizábamos en mi distrito escolar y le dije que disculpase mi atrevimiento, pero estaríamos encantados de contar con ella. La doctora K se declaró fascinada por el proyecto: aseguró que los maestros hacíamos por las lenguas más que las reales academias y que teníamos que sentirnos orgullosos de nuestro trabajo. Por supuesto, haría todo lo posible por asistir a las jornadas y conocer, de paso, nuestra región, en donde no había estado nunca. Ah, se me quitaba un peso de encima: por fin había amortizado los casi 500 euros que me había costado la matrícula del congreso.


En la última ponencia y en el acto de entrega de diplomas, estuve acompañado por Patricia y Lupercio. La pareja pensaba subir por la noche al pico más alto de la cordillera para recargarse de energía positiva y observar el paso de un cometa que no volvería a visitarnos hasta dentro de 75.000 años. Se trataba, desde luego, de una oportunidad única, pero yo ya me había comprometido a cenar con los sabios de Ingolstadt. Este cambio de bando no les sentó nada bien, me dio la impresión de que ambos se sentían traicionados y me despreciaban como a un trepa o arribista porque me relacionaba con la élite académica. A mí me daba igual que fueran unos envidiosos. A las 10 de la noche, renegando del cielo sereno y las estrellas, estaba en el comedor de un típico mesón montañés. Como las noches eran frescas, la lumbre ardía en la chimenea y había fotos de esquiadores antiguos y paisajes nevados colgadas en las paredes. Las celebridades extranjeras se mostraron muy interesadas por la actualidad del país. Todos habían viajado por la costa, pero no conocían las sierras del interior. Pidieron para beber un gran reserva de la Ribera y para comer, sendos chuletones de buey con guarnición de verduras. Los desorbitados precios que figuraban en la carta no hacían mella en su ánimo glotón. Por lo que a mí respecta, la cena era una cena de trabajo, una inversión en capital social, y estaba dispuesto a darlo todo para quedar bien con tan exquisita compañía. A los tres de Ingolstadt no tardó en subírseles el vino a la cabeza, y se empeñaron en que les cantara canciones de algún cantante de moda en mi país; si no lo hacía, amenazaban con cantar las del suyo. No quisieron café y pasaron directamente a las copas, que amenizamos con el Asturias, patria querida, cuya letra les enseñé en una atropellada lección de aprendizaje cooperativo. Ellos no se conformaban con solo cantar el himno de borrachos y patriotas, sino que querían bailarlo con el cocinero, las camareras y los demás comensales, que no sabían dónde meterse para escapar de su alcohólica efusividad. A eso de las dos de la madrugada, nos invitaron con muy buenos modales a desalojar el local. Una camarera trajo la cuenta. La dejó en terreno neutral, en medio de la mesa, pero la doctora K, como persona de mayor edad y prestigio académico, la cogió y leyó por encima. Pensé que ella o su famosa universidad se harían cargo del pago o que, como buenos nórdicos, echaría cuentas para dividir el gasto y calcular cuánto nos correspondía a cada uno. En vez de eso, la doctora K puso el fatídico papel delante de mis narices. Si ella lo había mirado por encima, yo lo miré con los ojos nublados y apenas alcancé a visualizar una cifra: 587,32 euros. Demudado el rostro por un repentino ataque de convulsiones maxilofaciales y apurado por los síntomas de una colitis aguda, vi que la doctora K venía hacia mí, me abrazaba y levantando la voz para que la atendieran sus colegas, exaltaba en un inglés B2 —de beodo al cuadrado— la bondad de las costumbres de mis paisanos, que no permitían que un forastero pagase la cuenta de un bar o restaurante, llegando incluso a pelearse o retarse en duelo por la honra de abonar la factura. Terminó el discurso apretujándome entre sus pechos, mientras los otros aplaudían a rabiar y daban vivas a la caballerosidad y sentido del honor de mi romántica patria. Pagué, en fin, la cuenta.
A la mañana siguiente, las tres eminencias de la Universidad de Ingolstadt madrugaron para desplazarse en taxi hasta el aeropuerto de la capital de la provincia. No nos despedimos ni me dieron sus correos. A Lupercio y Patricia, tampoco los vi. Unos meses después, encontré en las estanterías de una librería, en la sección de ufología, un libro firmado por los dos investigadores. Se titulaba: La lengua de los marcianos explicada a los terrícolas.

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