Los tipos duros no leen poesía

 


 Estaba en una librería del centro de Vigo, haciendo cola para pagar los libros que había comprado, cuando vi que entraban dos policías. Aunque desconozco las jerarquías y organigrama de las fuerzas policiales, estos me parecieron agentes de alguna unidad antidisturbios, antiterrorista o antiataques nucleares, a juzgar por su parafernalia de combate, que incluía botas militares, chalecos antibalas, boina de operaciones especiales, pistola y un montón de artilugios adosados al unfiforme, apercibidos tanto para la guerrilla urbana como para la supervivencia en catástrofes apocalípticas. Un guardia se quedó a la puerta mientras el otro se dirigía, a tiro fijo, a la sección de poesía, una isla central de calma paradisíaca en medio del mar rojo y turbulento de la novela romántica, el escalofriante mar negro de la policíaca y el mediterráneo de la narrativa histórica. La presteza con que el agente asaltó la estantería de los versos y el escaso tiempo que dedicó a las pesquisas rutinarias de hojear los volúmenes y echar un vistazo a las reseñas que ilustran sus solapas eran indicio manifiesto de una intervención bien planificada por los servicios de inteligencia y ejecutada con todo rigor. Apresó, en efecto, nuestro guardia un libro y se fue a la caja a pagarlo, sin que su condición de autoridad del orden público en acto de servicio le sirviera de pretexto, como a los líderes corruptos, para colarse en la fila o irse sin abonarlo. Lamenté, en fin, no haber documentado la escena con una fotografía del fornido paramilitar rindiendo homenaje a las musas, que hubiera merecido una portada de National Geographic.


“Este hombre” —me dije yo maliciosamente para mis adentros— “quiere un libro de poesía para regalárselo a su novia por el día de San Valentín”, que estaba al caer. Y me quedé tan ancho, mezquino de mí, por discurrir con semejante estrechez de miras. Descarté, por inverosímil, cualquier otra hipótesis: pongamos por caso, que al policía le hubiera entrado un repentino apretón de leer poemas; se pusiera de inmediato en dirección a la librería, abriéndose camino entre la marabunta del tráfico urbano con luces de emergencia y ulular de sirena; aparcara en doble fila sin temor a las multas; accediera al local y, tras conseguir el libro anhelado, volviera a la comisaría para leerlo en los ratos libres que le dejaban operativos de alto riesgo contra el trapicheo de drogas o la detención de un mendigo borracho. ¿Pues qué? ¿Acaso no puede haber policías amantes de la lírica? Garcilaso de la Vega, el poeta de las ninfas, fue un militar que murió asaltando un castillo y que seguramente antes de morir segó la vida a cuchilladas de muchos enemigos. Nunca las armas fueron incompatibles con las letras.

 

Suelo comentar este episodio del agente literario con mis alumnos de bachillerato. Les pregunto qué habrían pensado ellos si hubieran sido testigos presenciales de los hechos y sus respuestas revelan, por lo general, mayor amplitud de horizontes que mis torpes prejuicios, puesto que yo no dudé en expulsar a un individuo anónimo de la elegante sociedad de los espíritus etéreos solo porque me pareció un tipo duro y entendí que los tipos duros no leen poesía. Yo le imaginé una novia lectora en un alarde de escrúpulos sexistas: esta, por el solo hecho de ser mujer, tendría que ser más sensible y más propicia a las delicadezas del lenguaje poético que su pareja de las fuerzas de seguridad. He de reconocer que no estuve muy fino en mis apreciaciones, indignas de un buen profesor de literatura. Como compensación, quizá sería exagerado, y nos denunciarían por ello los animalistas, pedir que se le tuerza el cuello al cisne, hermosa criatura, símbolo del arte puro; pero darle alas de polvo de estrellas y elevarlo al séptimo cielo, inasequible a los supuestos brutos y torpes… eso no es poesía ni tampoco educación literaria.

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