Marcando el territorio de la diversidad

 


 Estoy afiliado a un sindicato de trabajadores (y trabajadoras) de la enseñanza, miembro de una confederación sindical que, por ser la organización federal de una nacionalidad histórica, se llama a sí mismo Sindicato Nacional de… (aquí el nombre de la fuerza obrera y el territorio).


A mí esto no me parece mal ni bien sino, como suele decirse, todo lo contrario. Solo me pregunto si mi sindicato, con la misma alegría que se declara nacional, se atrevería a incluir en su logo los términos socialista o comunista, revolucionario o anticapitalista, adjetivos todos que se corresponden con sus principios fundacionales y señas de identidad ideológicas. Y yo sospecho que no, aunque tales sean las banderas propias del movimiento obrero. Por el contrario,  endilgarse el título de nacional es como ponerse el don o el doña delante del nombre propio: un tratamiento de distinción que sirve para guardar las distancias con aquellos a quienes se niega la categoría o el derecho de ostentarlo (y que tampoco, ciertamente, lo reclaman). Si otras personas o comunidades inferiores se empeñaran con terquedad democrática en igualarse, los actuales ilustrísimos reivindicarían el excelentísimo; y los países nacionales tendrían que ser, por lo menos, imperiales. El caso es marcar el territorio de la diversidad.


Me pregunto, en fin, si mi sindicato sería capaz de encabezar un manifiesto con el lema internacionalista ¡Proletarios de todos los países, uníos! Interrogación retórica: dirán que a día de hoy es inasumible un eslogan tan excluyente que discrimina a la mitad de la población, las proletarias, y además no diferencia entre nacionalidades y naciones, estados nacionales y naciones sin estado.


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