Castilla la común, 44


 He tenido una pesadilla que no me dejó pegar ojo en toda la noche y me tuvo empapado en sudores, arreando patadas a invisibles culos, emitiendo ahogados gorgoritos y rechinando los dientes como temeroso de las brujas, que en eso debe de consistir la dolencia que los médicos —mitad poetas, mitad exorcistas— llaman bruxismo. El mal sueño consistía en que de tanto escribir sobre Castilla me había vuelto un nacionalista castellano.


Si bien me costó al principio reconocerme en mi avatar, no cabía duda de que aquel luchador por la libertad de la patria era yo mismo en fantasma. El personaje de Kafka que se transformó en un insecto guardaba cierta semejanza con mi proceso de metamorfosis, solo que esta resultaba hasta cierto punto atractiva y mejoraba la realidad: en vez de gorra para proteger la despejada frente del sol llevaba una boina, igual que la habían llevado mis abuelos y bisabuelos durante generaciones sucesivas de castizos varones castellanos; quizá para darse un toque de modernidad, mi avatar combinaba el  rústico atuendo con un anorak de gore-tex y pantalones de trekking, y se había puesto un pendiente en la oreja izquierda, que representaba un caballito de plata celtíbero; las barbas, el pelo castaño y el tipo enjuto eran, en fin, los mismos que los míos y revelaban un fisonomía inequívocamente castellana.


Por lo que respecta a su lugar de residencia, todo apuntaba a que mi espectro se había exiliado de la ciudad ruidosa, contaminada y cara en que yo vivía para instalarse en un pueblo de la montaña, donde seguramente aspiraba a reencontrarse con la madre naturaleza y las esencias patrias. No se dejaba traslucir en la pesadilla de qué vivía el tal fulano, pues se tiraba la mayor parte del tiempo paseando por el monte y charlando en el bar con los lugareños, como criatura angélica que no ha de someterse a la dictadura de horarios y jefes, no tiene obligaciones ni padece miserias. A juzgar por unos libros que sobresalían del bolsillo de la mochila, que él denominaba "morral" en román paladino, podía ser un trabajador del ramo intelectual, quizá un filólogo o historiador: ciencias sociales ambas que cuando dejan de ser científicas pierden su carácter social y atraen a los nacionalistas como a las moscas la miel. Retirado del mundanal ruido, disfrutaba mi avatar de todo el tiempo del mundo para contentarse con mantequillas y pan tierno, y consagrarse, en los ratos de ocio, a su tierra oprimida. Como Alonso Quijano se devanaba los sesos tratando de desentrañar las intrincadas razones de los libros de caballerías, al nacionalista se le derretían los cascos delante de un mapa de Castilla intentando averiguar cuáles eran los límites de su territorio, qué provincias se debían incluir en él y qué comarcas reclamar a los vecinos. Observaba mi desconsolada sombra la isla de Treviño rodeada de Álava por todas las partes y le llevaban los demonios: no porque se planteara la peregrina idea de entregar Treviño a los vascos, sino porque creía que toda Álava, y por supuesto Cantabria, eran el solar originario de Castilla y perderlas era perder la cabeza, o sea, una decapitación. No conforme con esto, se indignaba de ver Utiel y Requena en el País Valenciano, al que estaba dispuesto a declarar la guerra por semejante insolencia. La capitalidad de la Nación correspondía sin duda a Madrid por su peso económico y demográfico; ahora bien, para evitar que se confundiese con la capital de España, sopesaba la oportunidad de trasladarla a algún lugar próximo, siempre que no fuera El Escorial, por sus connotaciones imperiales; Aranjuez, por monárquico; Móstoles, por plebeyo; o Navalcarnero, por malsonante. Vallecas pintaba bien como capital de la República, sobre todo si se escribía con k, Vallekas, ya que de este modo sonaba más centroeuropea y, por tanto, más civilizada. 

Resuelto a medias el conflicto territorial, porque esta clase de conflictos suelen dirimirse a cañonazos, mi desconcertado alter ego se metía de lleno en el asunto de las tradiciones ancestrales, imprescindible para cualquier pueblo que se precie de una identidad propia. Contemplaba a su alrededor, en su sosegado retiro campestre, cómo las viejas casonas de piedra o adobe eran sustituidas por bloques de viviendas idénticos a los de cualquier urbanización, en cualquier suburbio; los huertos por jardines, las pozas por piscinas y los frontones por pabellones polideportivos. Le sublevaba que la Navidad se celebrara en Vitigudino igual que en Berlín o Boston, con los mismos abetos nevados y Santa Claus barbudos practicando el balconing. Se le congelaban las pelotas cuando las mozas de Madrid desfilaban en Carnaval con el mismo atuendo escueto que las exuberantes garotas de Rio de Janeiro. Bostezaba, cansino, porque todos los cumpleaños y las fiestas de graduación le recordaban las películas pastelosas de la factoría Disney. Frente a esta globalización de la incultura, mi avatar patriótico reivindicaba la vuelta a las esencias nacionales de Castilla, pero no a tontas y locas: concienciado y concienzudo, se puso a indagar en los libros de Antropología e Historia, averiguando que la Navidad es en realidad una fiesta celta dedicada al solsticio de invierno; que el carnaval se llama en castellano antruejo y es tan celta como el Celta de Vigo; y que las festividades religiosas podían ser perfectamente reconvertidas en fiestas civiles castellanas, como la Vendimia, el Magosto o la Matanza; además, la empresa de traer regalos a los niños, asignada al consorcio extranjero de los Reyes Magos de Oriente, podía nacionalizarse y transferirse a la Vieja del Monte.


Esto de mandar al exilio a los Reyes Magos por su condición de semitas y morenos fue la gota que colmó el vaso de mi yo insomne, que se debatía con las sábanas enroscadas al cuerpo, hechas un revoltijo, en frenética batalla. Quería chillar y no me salía el grito para decirle a mi avatar lo que tantas veces había oído en las tertulias de televisión: que el nacionalismo se cura viajando. Y de alguna manera, supongo que telepática, alcancé a comunicárselo porque, en menos que canta un gallo, mi avatar contrató un viaje con vuelo incluido, hotel de tres estrellas en régimen de media pensión y excursiones organizadas a las Tierras Altas de Escocia. Pero ni los cielos brumosos, el frío o los páramos le hicieron recuperar el juicio, sino que, al contrario, volvió más tozudamente nacionalista. Las Highlands en verano le parecieron una vulgar copia de las Estacas de Trueba en primavera; y el famoso lago Ness, ¿qué tenía que no tuviera el lago de Sanabria? A lo sumo, un monstruo de mentirijillas...


“Si el nacionalismo no se cura viajando” —articuló mi desvelado yo real—, “por lo menos se curará leyendo”. Así pues, con los huesos maxilares trabados y las piernas acalambradas, me levanté de la cama y avanzando a tientas por el pasillo, fui al estudio, donde había sobre la mesa un tratado de materialismo histórico que me estaba leyendo y que se me antojaba el antídoto ideal contra los desvaríos nacionalistas. Me senté, en fin, a estudiarlo y a los cinco minutos estaba bostezando y dando cabezadas. Vi a mi avatar esfumarse en la niebla que envuelve los sueños. Por fin podría dormir a gusto, aunque fuera con la tabla de la mesa como almohada y un voluminoso ensayo de filosofía como osito de peluche. Iluso de mí: a pesar de tan tierna imagen, las pesadillas seguían empeñadas en torturarme, pues al mismo tiempo que se desvanecía el fantasma de mi avatar nacionalista se materializaba el de mi avatar antinacionalista. Ay, y no era menos insoportable. Este se declaraba español, o incluso ciudadano del mundo, porque castellano le sonaba a antiguo, paleto, seco y rancio; al idioma castellano le llamaba español, como la Real Academia, por la sencilla razón de que era una lengua global; hablaba a su perrito en inglés, porque en inglés las palabras son más cortas y claras; y había firmado un manifiesto para que los niños de Cataluña estudiasen en español, porque para eso eran españoles.


Mi única esperanza se cifraba en que faltaba poco para que amaneciera. El despertador estaba programado para sonar a las siete, así que solo me quedaba una hora de aguantar las horribles visiones. Un buen desayuno, una ducha… y al trabajo de cada día en una escuela pública, en la cual enseñaba lengua y la literatura españolas, y no tenía que preocuparme, por tanto, de estériles debates nacionalistas.


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