Castilla la común, 46

 


 Hay paisajes que gustan a todo el mundo, se componen de una proporcionada variedad de elementos naturales, forman un conjunto armonioso, animan al paseo y enamoran a primera vista. Los pintores los pintan con todos los colores de la paleta, los directores de cine los eligen para localizaciones de sus películas y los turistas los invaden en masa. Es perfectamente comprensible que a quienes viven en lugares así les venza el orgullo patriótico y les cueste adaptarse a la fealdad o a la hermosura vulgar del espacio exterior. Como el admirador del arte clásico que se siente insultado por las transgresiones del arte de vanguardia o el conservador que se posiciona en contra de cualquier innovación política, el habitante del paraíso se pone a la defensiva cuando por curiosidad u obligación asoma la pata fuera del jardín del edén. Los secarrales, las llanuras vacías, los páramos helados, el calor y las moscas le son antipáticos, los cardos le fastidian y muere de morriña.

 
Porque hay paisajes que no gustan a casi nadie, son ásperos y monótonos, poco hospitalarios y nada atractivos a la mirada superficial. Los vemos apresurada, frívolamente, y nos espantan; si nos paramos a mirarlos de manera afectuosa, tal vez les descubramos este o aquel encanto. La acción de mirar se vuelve entonces contemplación, y el paisaje antes despreciado se nos revela ahora admirable. Por si dicha contemplación consciente fuera exigencia menuda, los paisajes esquivos requieren a veces un esfuerzo físico extra, como escalar una montaña, exponerse a un sol inclemente o desafiar la nieve y la ventisca. No basta con tumbarse en la playa y ya está. Nunca podrán competir con la belleza asequible del litoral, el parque urbano o la montaña domesticada que se asciende en teleférico. Son tales parajes como los cuerpos con estrías y varices, con vello y gorduras, que no valen para las fotos de calendario, pero son sensuales y apasionados.


Educados para rechazar el amarillo de sus campos y el polvo de sus caminos, los hijos del yermo no pueden presumir de tierra bonita. Y si algún excursionista incauto va a visitar su país sin gracia, no lo entienden y son capaces de tratarlo como a un pobre idiota. Sin embargo, los paisajes humildes que ignora la multitud de turistas, como el interior de las Españas, vaciado e injuriado, son las lejanas indias que aún no ha descubierto ningún Colón y que ojalá no las descubra nunca.

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