I love mi tierra

 


  Durante cierto tiempo, yo también leí libros que trataban de las formas y motivos de los cuentos populares, leyendas de cuevas y tesoros, y diccionarios de palabras que usaba la gente del campo para nombrar los accidentes del terreno, las plantas y los animales. Me interesé por el origen de los topónimos e incluso estudié alfabetos de lenguas ancestrales que aún no se han descifrado. Frecuenté los yacimientos arqueológicos y las ruinas medievales, anduve por los caminos con mi país en la mochila, bebí indistintamente el vino de las tabernas o el agua fresca de los arroyos y mantuve con los lugareños prolijas conversaciones sobre sus costumbres antiguas. Leía todo lo que se publicara sobre mi tierra y a cada página me sentía más lleno de orgullo y amor.


¿Por qué entonces ahora examino con desconfianza esos libros y me inspiran tanta antipatía algunos de sus autores? Convengamos en que no hay nada malo en estudiar la lengua, la historia y la cultura del pueblo al que pertenecemos; que es lícito querer lo propio y defenderlo si fuera necesario… pero igual que las feministas critican con razón los engaños del amor romántico, nosotros denunciamos las mentiras del amor romántico a la nación y tildamos de bobos a los que enamorados de su país manifiestan un desinterés militante o una ignorancia ostentosa por otras culturas que no sean la suya.


Me hacen gracia los que dicen: “Aquí decimos pega en vez de urraca”, y no saben ni les importa cómo llaman a ese pájaro en el pueblo de al lado; o los que presumen de que en su pueblo existían los concejos abiertos, y no saben ni les importa cómo se gobernaban los pueblos vecinos: estos individuos no pueden considerarse en rigor filólogos o historiadores, sino a lo sumo, costumbristas o eruditos locales.


Ahora que estoy más preparado para analizar críticamente esa clase de libros, he perdido el interés y apenas los leo. Cuando lo hago, antes de meterme en su lectura me aseguro de si sus autores han pasado la enfermedad adolescente del amor romántico a la cultura propia o se han quedado en la fase de sentirse únicos, incomprendidos por todo el mundo e hinchados de arrogante desprecio. Si repiten más de tres veces en una misma página “nuestra tierra”, “nuestra lengua” o “nuestra cultura”, paso de seguir leyendo y tiro el libro al contenedor de reciclaje entre exclamaciones de fastidio e indignación: no me apetece aguantar otra apasionada declaración de amor de un amante posesivo.

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