Castilla la común, 49

 


¿Ha merecido la pena el ascenso de la alta montaña?, ¿el riesgo y el agotamiento de andar por los roquedos a cuatro patas como las cabras monteses? En la marcha de aproximación cruzamos arroyos y barrizales donde se revuelcan los jabalíes, y a punto estuvimos de extraviarnos en el pinar, pero qué coraje inútil trepar y destrepar peñascos al borde de precipicios donde cualquier descuido se paga con la cabeza rota. ¿A quién agrada hundirse en la nieve, primero hasta las rodillas y luego hasta la cintura? ¿Soportar la mordedura del frío en los pies y las manos? ¿Avanzar cegados por la ventisca?


La cima es solo un montón de piedras. En la cota superior se levanta el cilindro de hormigón de un vértice geodésico y una cruz de hierro que recuerda a los montañeros muertos. No hay nadie allá arriba ni nada nos dejan ver las nubes. Desde la cumbre es posible descender en todas la direcciones, pero todas llevan hacia abajo y las más expuestas —basta un mal paso— bajo tierra.


Pongamos que la ventisca nos derriba, caemos rodando por una canal helada o se nos congela la punta de la nariz ¿qué le diríamos, entonces, a quien nos preguntase si ha merecido la pena el duro ascenso? Y sobre todo ¿qué nos diría él, qué nos diría ella, cuando nos viera listos para subir de nuevo a la montaña?


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