¿Cualquier libro de texto pasado fue mejor?

 


 En el curso de 1565-1566 el rector de la Universidad de Salamanca multó a varios catedráticos, entre ellos Luis de León y Gaspar de Grajal, por dictar las lecciones a sus alumnos.  En verdad, los Estatutos de la institución vetaban esta práctica docente y permitían solo repetir dos o tres veces las conclusiones para facilitar que los estudiantes tomaran notas. Las clases se articulaban en torno a la lectura de un texto, que realizaba el auxiliar o actuante, a la cual seguía el comentario del maestro. Este se expresaba en latín desde la cátedra y, como ya hemos señalado, no se podía limitar a la simple recitación del tema. Al terminar la clase, el maestro salía del aula y permanecía cierto tiempo junto a una columna, conocida como el poste, atendiendo a las preguntas u objeciones de sus alumnos.


La prohibición de dictar las exposiciones se mantuvo hasta 1570. En enero de 1565, el mismo año en que el rector multaba al autor de Vida retirada, se matriculó en la Universidad de Salamanca Juan de Santo Matía, que consta como natural de Medina del Campo, aunque en realidad era de Fontiveros, provincia de Ávila, y se llamaba Juan de Yepes. Según cuenta su biógrafo Crisógono de Jesús Sacramentado, el abulense estaba inscrito en el Colegio de San Andrés, que ostentaba la categoría de Studium Generale y se había convertido en el principal centro intelectual carmelitano de los reinos de España. Allí se explicaban las doctrinas de los doctores propios de la Orden, formación que los estudiantes completaban en la Universidad bajo el magisterio de un plantel de intelectuales insignes, como Francisco Sánchez el Brocense, Mancio de Corpus Christi, y los citados Luis de León y  Gaspar de Grajal, denunciados a la Inquisición en 1571 y encarcelados al año siguiente.


Que a mediados del siglo XVI se aplicara un método de enseñanza basado en la lectura pública y la disertación oral es un dato relevante que conviene recordar, medio milenio después, a propósito del debate entre los partidarios y los detractores de las pantallas en las aulas de las escuelas. El desarrollo rápido e imprevisible de la inteligencia artificial ha suscitado una reacción tecnófoba que propugna la vuelta a modelos supuestamente sólidos, seguros y contrastados, como el que representa el libro de texto. Apelan los partidarios del papel impreso a la reciente decisión del gobierno conservador sueco de frenar el plan de digitalización en las aulas y reintroducir los libros de texto, para lo cual prevé una inversión de 150 millones de euros. Antes que los suecos, otro argumento de autoridad que aireaban a menudo estos pedagogos era el legendario rechazo de las élites de Silicon Valley a que sus hijos recibieran una enseñanza digital. Si los propios capitostes de la computación querían las pantallas fuera de la escuela, ¿qué vamos a hacer el común de los mortales? El gobierno de Edholm señala directamente  a las pantallas como culpables de la disminución del nivel de comprensión lectora entre los niños de Suecia y alerta del peligro de crear una generación de analfabetos funcionales. 


Ninguna persona sensata y, desde luego, ningún educador, ignora los riesgos que entraña la exposición descontrolada de los niños al universo de la red y los desafíos de la inteligencia artificial. Por ello mismo, una pedagogía realmente progresista no será la que deje a las nuevas generaciones solas a merced de la pornografía, los bulos, charlatanes y ciberdelincuentes, negándose a instruirlas en el manejo correcto de las herramientas digitales  y obstinándose en la nostalgia de la era Gutemberg o el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor. ¿Por qué el dilema es pantallas o libros de texto? ¿Acaso los libros de texto no fomentan la pereza de profesores y alumnos? Estos no necesitan atender a las explicaciones del profesor, pues les basta con memorizar las páginas correspondientes para aprobar el examen; aquellos se limitan con excesiva frecuencia a subrayar o  parafrasear el libro de texto, y así no tienen que preparar sus propios temas.


 De modo que medio milenio después de que la Universidad de Salamanca multara a Luis de León y otros catedráticos por dictar las lecciones, nadie parece reivindicar, frente a la sobreabundancia de pantallas, el diálogo en las aulas. Pretender que la vuelta a los libros de texto es una especie de alternativa humanista a las computadoras supone un grave error. Lo humanista sería, en todo caso, algo tan sencillo como hablar y escuchar. Puestos a reivindicar la austeridad, reduzcamos el peso de las mochilas escolares a mínimos: que carguen una libreta y un bolígrafo para anotar las lecciones, y poco más. Si en cada aula hay suficientes ordenadores conectados a la red y una pizarra digital, no necesitará cada joven su libro de texto ni su dispositivo portátil. La pantalla no es en ningún caso incompatible con la lectura de libros de verdad: poesía, historia, filosofía… mejor que libros comerciales de texto.  El uso del procesador de texto y la hoja de cálculo, aplicaciones y programas específicos de cada asignatura, tampoco significa que haya que estar enganchados el ciento por ciento del horario escolar a la red. Hay un sinfín de materiales didácticos estupendos en la web y la escuela moderna no puede prescindir de ellos. No estamos hablando, pues, de elegir libros o pantallas, sino de integrar ambos en una pedagogía coherente con la sociedad en que vivimos y que, con independencia del soporte, fomente el pensamiento crítico y humanista.

 

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