Patata

 


 ─Yo soy verdulera, sabe usted. Las verduleras tenemos fama de mal habladas. Pero no soy una verdulera cualquiera. Escucho a la gente. Leo libros. Me gusta aprender.
─No me llames de usted, por Dios, que tengo treinta y ocho años. Y a ti te echo unos veinticinco. No hay tanta diferencia.
─Pues eso, que me defino como una verdulera, tía.
─Además eres... especial.
─Manca, para ser exactos. Por eso no soy una verdulera normal y corriente.
Las dos mujeres viajaban en asientos contiguos, en un tren con destino a Vigo. Antes de que el tren saliera a las once de la mañana de la estación de Chamartín, Marta le había ofrecido su ayuda a Marisa para colocar la maleta en el portaequipajes, cosa que a esta le pareció absurdo, porque ¿qué pintaba una triste mutilada echándole una mano a ella, que tenía dos? No obstante, quedó gratamente sorprendida de su  maña y brío, y en contra de su primera intención, no se atrevió a preguntarle si era  discapacitada de nacimiento o por un accidente. Por charlar de algo, se distrajeron hablando de lo bonito que estaba Vigo en Navidad y de sus respectivos trabajos ─Marisa era empleada de un kiosco-librería en el aeropuerto de Peinador─. Hicieron parte del viaje sin dirigirse la palabra, aunque Marisa lanzaba continuas y poco disimuladas miradas aprensivas a la manga flácida del jersey lila de Marta, y se preguntaba cómo se las apañaría esta para algo tan sencillo como ponerse el sujetador cada mañana.  Cuando el tren circulaba por la región montañosa de Sanabria, Marisa sacó de su mochila un bocadillo de tortilla envuelto en papel de aluminio y la conversación se animó inevitablemente.
─Mi madre es de Betanzos, aunque vive en Madrid. Lo digo por si quieres un trozo de tortilla.
─Vale, lo acepto.
Para partir el alimento, Marta sacó una navaja que llevaba en el bolso, con la que cortó un cuarto del bocadillo. Acto seguido, limpió la navaja con un pañuelo de papel.
─¿Llevas una navaja en el bolso?
─Para una mujer joven y manca es imprescindible, créeme.
─Y atractiva, porque eres muy guapa aunque te falte un brazo.
Marta le dio las gracias por el cumplido. Añadió bajando un poco la voz:
─Si quieres que te diga la verdad, a los hombres les da mucho morbo el asunto del brazo.
─No me extraña ─dijo Marisa mientras roía el pico de la barra de pan─. Es exótico.
─Una vez ─contó Marta─ estaba en la frutería moviendo un saco de patatas. El proveedor, que me vio hacerlo con un solo brazo, preguntó qué me había pasado en el otro...


Siempre era lo mismo. Cuando alguien le preguntaba cómo había perdido el brazo, si había nacido así o se había quedado así por una enfermedad o un accidente, le soltaba el primer disparate  que se le ocurría. A unos les contaba que le había estallado una mina en la guerra de Yugoslavia; a otros, que había sufrido un ataque de tiburones. De este modo, tenía tema de conversación con todo el mundo, inventaba historias inverosímiles y, a cambio, escuchaba las que sus interlocutores se animaban a relatarle a ella misma. 


Al proveedor de patatas le salió con el cuento de que estando de vacaciones en Torremolinos, se quedó dormida en una colchoneta hinchable que flotaba cerca de la playa. Los brazos le colgaban por fuera, metidos en el agua hasta el codo. La corriente la arrastraba mar adentro. Los socorristas, cuando vieron la pequeña embarcación a la deriva, enviaron una lancha para auxiliarla. A Marta le despertó el ruido del motor.
─No es nada, me había quedado dormida.
No entendía las muecas de horror y las exclamaciones de espanto de los rescatistas. Quizá por haber pasado muchas horas al sol se había abrasado la piel, pero eso no justificaba la alarma. No obstante, fijándose mejor, vio una mancha de sangre en el agua y al querer sacar los brazos, se percató de que el izquierdo había desaparecido; en su lugar quedaba solo un muñón sanguinolento. Tuvieron que evacuarla medio desangrada y presa de un ataque de nervios.  
─Te mordería un tiburón ─dijo el proveedor de patatas.
─En Torremolinos no hay tiburones; por lo menos, tiburones asesinos.
─¿Y te dolía mucho?
─Bah. Lo justo y necesario.


Marta y el proveedor metieron las patatas en el almacén. Todavía no había abierto la tienda. El hombre seguía dándole vueltas al misterioso incidente. En su opinión era improbable que lo hubiera provocado un choque con otra embarcación, porque en tal caso la colchoneta hinchable se habría ido a pique. El agente letal ─así lo llamó─ procedía del fondo submarino. Si no había sido un ejemplar de tiburón desplazado desde mares más cálidos como consecuencia del calentamiento del clima, tenía que tratarse de otra especie de monstruo: una mutación de medusa venenosa, una raya eléctrica... El fondo de los océanos era tan desconocido como los anillos de Júpiter.


Cuando Marta reparó en que el proveedor de patatas se había tragado tan alegremente la historieta y no solo eso, sino que creía en medusas mutantes y confundía Júpiter con Saturno, le pareció un tipo entrañable y le entraron ganas de darle un achuchón. Era además muy guapo, con una barba morena de varios días y manos grandes capaces de despachurrar una patata a pulso.
Dijo:
─En fin, no hay mal que por bien no venga, como dice el refrán. Perdí un brazo pero gané en otros aspectos.
─¿Cómo es eso? ─preguntó el patatero.
─Muy sencillo: el brazo amputado se ha convertido en una fuente de placer.
─¿Perdón?
─Sí, cuando un hombre me restriega el muñón con una patata pelada, me  entran unos ardores... unos jadeos... vamos, que que me pongo muy caliente.
El patatero sintió que la sangre se le hacía puré de patatas.
─Como lo oyes ─insistió la verdulera mientras se enjugaba, con la mano enfundada en un guante de látex, los chorretones de sudor que le corrían por el escote.
─Pues no será por falta de patatas ─aventuró el proveedor.
Marta se agachó  y cogió una patata. El proveedor no le quitaba el ojo del escote.
─La perdición de Eva fue una manzana; la mía, una patata.
─La patata del paraíso ─murmuró en un hilo de voz el doncel patatero.
─¡Hostia! ─se rió para sus adentros Marta─. El tío de las patatas también es medio poeta.
El proveedor tomó la navaja que Marta le ofreció para pelar la patata del paraíso. Los nervios por acabar cuanto antes los preámbulos y gozar unos placeres que turbaban su imaginación le jugaron una mala pasada, porque se hizo un corte en un dedo.
─Si te cortas, haríamos una buena pareja: tú sin un dedo y yo sin un brazo.
Terminó de pelar la patata el patatero y la aplicó con mucha suavidad en el muñón. Marta simuló sofocos y gemidos sensuales como había visto en las películas: el proveedor, no pudiendo contenerse, la agarró por el culo y la levantó en vilo como hacía con los sacos de patatas. Puesta en tan delicado trance, Marta no se atrevió a seguir adelante con la broma para no encender más la pasión del patatero.
─¿Dónde prefieres que lo hagamos ─dijo para darle largas─: en el mostrador de las limones, en el de las peras o en el de las castañas?
El patatero se encogió de hombros, como quien no se detiene en menudencias y, por no retrasar la faena, eligió uno cualquiera al azar.
─Donde las castañas.
La cargó a hombros y la depositó sobre un lecho de castañas de Valdeorras.
─Alto ahí ─rechazó Marta la cama─. Las castañas me provocan flatulencias.
─Vamos entonces donde los limones ─dijo el proveedor cargándola de nuevo y acostándola en el mostrador de los limones.
─En los limones no ─dijo ella─, que son ácidos.
─Entonces nos daremos el revolcón entre las peras.
Y la llevó a un mostrador en el que había peras del Bierzo.
Ya se despedía Marta de salir íntegra del lance, cuando alguien golpeó en la puerta de la tienda. Miró el reloj y vio que eran las nueve y cuarto. Hacía, por tanto, quince minutos que debía haber abierto la frutería.
─Tengo que abrir ─dijo incorporándose a toda prisa. Se arregló el pelo, se abrochó la camisa y recogió las peras del Bierzo que habían caído al suelo cuando el proveedor la tumbó sobre ellas.
─¡Ya voy! ─gritó al cliente madrugador.
Quien esperaba a la puerta era una señora de unos sesenta años llamada Visitación.
─Buenos días, doña Visitación.
─¿Qué pasó? ¿Te quedaste dormida?
Marta se disculpó por el retraso. Conocía bien las prisas de Visitación, quien se quejaba siempre  de lo mucho que tenía que hacer y de que el tiempo no le llegaba para nada. Era además una mujer muy tiesa desde que su marido, un militar que había servido en numerosas misiones internacionales, la abandonara por una traductora bosnia.
─¿Qué tal son las peras?
─Vienen del Bierzo, frescas, dulces y sabrosas.
Visitación no se fiaba de las denominaciones de origen y tenía que toquetear todo el género antes de comprarlo.
─A mí me parece que están un poco aplastadas.
─Tal cual las recogen del árbol, doña Visitación.
Visitación continuó su examen, apartando las demasiado blandas y las duras como piedras, hasta que se decidió por llevarse medio kilo de las sanas.
En cuanto salió por la puerta, Marta agarró una patata e hizo que se la lanzaba a la cabeza. Estaba harta de las señoras guarras que le espachurraban la fruta. El proveedor, a quien ya se le había enfriado la libido, guardó un silencio prudente. De pronto, mientras entregaba el albarán, se dio cuenta de que había perdido el anillo.
Desolado, exclamó:
─¡Mi mujer me va a matar!
Lo buscaron en el mostrador de las castañas, en el de los limones y en el de las peras, pero no apareció. A Marta, recordando la minuciosa inspección de las delicias del Bierzo que había hecho Visitación, le asaltó una sospecha.
─Seguro que se lo ha llevado esa cabrona.


Marchó el patatero sin su alianza matrimonial y quedó Marta con la mala conciencia de que la había perdido por su culpa y de que había destruido, quizá, una relación de pareja. A la mañana siguiente, también a primera hora, apareció Visitación. Las peras, en efecto, le habían encantado. Mientras manoseaba el género, sentenció que no había que fiarse del aspecto. A veces, unas manzanas o peras que despreciamos por pequeñas y feas son mucho mas sabrosas que otras que han engordado, limpiado y abrillantado para que nos entren por la vista. ¿Quedaban todavía peras como las de ayer? Ella tomaba una pera en el desayuno cada mañana.
A Marta le llevaban los demonios,  no soportaba a las clientas que tocaban la fruta a pesar de los carteles en los que se pedía, por favor y por motivos higiénicos, no tocarla. Si además de infringir la norma, alguna de estas señoras prepotentes lucía un flamante anillo de oro en el dedo anular, le daban ganas de machacarle la cabeza a golpes de patata.

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