Castilla la común, 50

 

 



 Los castellanos, gallegos, catalanes y otros pueblos de España no necesitamos pinganillos para entendernos con relativa facilidad. Hablamos lenguas romances muy parecidas, convivimos sin conflictos lingüísticos reales y, fuera de nuestras fronteras, somos capaces de desenvolvernos con cierta solvencia entre gentes de habla portuguesa e italiana. Con un poco de buena voluntad y educación, a nadie debería incomodarle oír las distintas voces de España en el Congreso o en la plaza pública y todos deberíamos prestar más atención al contenido de los discursos políticos que al idioma en que se expresen. Sin duda el caso del euskera es diferente pero, teniendo en cuenta el arraigo del castellano en Navarra y Euskadi, carece de fundamento apelar en nuestro país a la maldición de Babel.


A nadie se le escapa, sin embargo, que la reforma legal que permite el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso no ha sido fruto de una iniciativa popular a favor de la diversidad lingüística y la concordia, sino consecuencia de unos resultados electorales tan estrechos que obligan a la negociación entre los partidos mayoritarios y minoritarios. Por ello la oposición denuncia el oportunismo de la medida y no le falta razón: la  fiesta de la diversidad ha sido una tribuna privilegiada para que se luzcan los cínicos, los nacionalistas monopolicen las lenguas y los intolerantes se echen al monte; no obstante, si se ha avanzado un solo paso hacia la fraternidad entre los pueblos, bendita sea.


Valga como aviso para navegantes la puesta en escena de los congresistas de extrema derecha que abandonaron el Salón de Sesiones en estampida. Protestaban de este modo soez contra el uso del gallego, catalán y euskera en la Cámara: lenguas, por cierto, en las que disertaron algunos  representantes de partidos conservadores con ideologías económicas y sociales muy próximas a las suyas y muy alejadas, en cambio, de las que otros defendieron en perfecto castellano. En cuanto a los que se negaron a utilizar el pinganillo,  era manifiesta cierta chulería desafiante y ninguna voluntad de aguzar los oídos para entender al prójimo, aunque quién sabe, quizá hubiera quien no los necesitara.


En la alta política y en la escuela elemental, nadie debería imponer el castellano a nadie. Hablen esta lengua quienes la tengan por propia o la elijan libremente, pero nunca  por imperativo legal. Y hablen los demás en las suyas, que todos nos entenderemos sin tener que recurrir a pinganillos, subtítulos e intérpretes, como pasa en la calle. En un país en el que para ser profesor de castellano, filosofía o historia hay que acreditar conocimientos de inglés, malo será que no consigamos comunicarnos.


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