Castilla la común, 52

 


 

 Hace décadas, o mejor, hace eras geológicas, cuando nevaba en Madrid los niños no íbamos al colegio. El tráfico se colapsaba cada vez que caían cuatro copos y los niños nos quedábamos en los descampados echando batallas de bolas de nieve. En el siglo de los caballeros andantes, Madrid era un lugar de la Mancha en el que existían la nieve y los descampados. Los temblores de tierra, como las tempestades marinas, constituían fenómenos desconocidos, aunque una vez hubo un terremoto que sintió todo el mundo menos yo; y otra, explotó una bomba que mató a todos los clientes de una cafetería y podía haber matado a mis padres. Nuestro cielo, decían, había inspirado a los pintores del siglo de oro, pero eso debió ser mucho antes de que yo naciera, de ahí que solo recuerde algunos atardeceres primorosamente coloreados. Teníamos en la puerta de casa un pinar, un rebaño de ovejas, unos cables de alta tensión, un poblado de chabolas, unas vistas a la sierra, una antena del ejército, una urbanización en ciernes, una iglesia de curas obreros; en fin, no nos faltaba nada para ser un barrio residencial. Mi paisaje favorito era, no obstante, un tren que salía de la ciudad hacia el campo. En el tren, pegado a la ventanilla, viaja un individuo que contempla la desolación de las afueras: esa persona soy yo. Entre los desmontes, un niño ve cómo el tren se aleja hacia un horizonte de sierras azules: esa persona también soy yo.

 

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